El pañuelo de Pavarotti

La verdad, la mentira, la imaginación y la realidad suelen jugar al corro a escondidas. Al fin no sabes dónde empieza el sueño y termina lo que pudo ser. El periodismo es el privilegio que me ha llevado ante los más grandes de la historia con cercanía familiar. Hacía sol. Un detalle importante dada la blancura fría de nuestro paisaje, y ese día de septiembre italiano precioso fui a Pesaro para entrevistar a Luciano Pavarotti. Estaba en un jardín sobre el Adriático a su aire -quiero decir que todo iba manga por hombro- y tumbado en una hamaca de cuerdas –decía que tenía lumbago- con el regazo tapado por una partitura. Preparaba el concierto de los Tres Tenores. Mi falta de idioma se suplió con cierta dignidad: me llamó la atención que sus dientes blancos no eran de verdad. Como allí no oía su portentosa voz, me fijaba –es la miseria humana- en los defectos. Llevaba una camisa roja abierta hasta medio pecho que le hacía parecer un Garibaldi. En la piscina nadaban su mujer Adua –que más tarde la sustituiría por su secretaria-, colecciones de niños saltaban en el agua y un grupo de amigos jugaban a las cartas. Todo aquel jardín bullía de música de fondo, como si el mundo no le perteneciera. Luciano me dijo que pintaba – parecía muy importante para él-, y que en la próxima visita me enseñaría los cuadros. No hubo próxima visita. A pesar de los años que han pasado de aquel día y de su posterior muerte, sigo escuchando Spirto Gentil de “La Favorita”, su obra preferida, como si fuera...