El último concierto de las elecciones

Me pareció un amigo. Ennio Morricone, sentado en una silla y con la batuta en la mano, era el mago cercano. El artista que nos había llevado de la mano, cuando éramos niños, a nuestras primeras citas con el cine. En el Teatro Guridi de Baracaldo, conocí a un joven huraño, con ojos azules que hacia guiños al sol y vestía un poncho. Salí con la música en mi cabeza. Volví a ver al mismo actor, Clint Eastwood, y regresé a casa intentando repetir un silbido. Luego vi otra, y otra, y otra más. Por un puñado de dólares, La muerte tenía un precio, El bueno, el malo y el feo…. ¿Me gustaban las películas de vaqueros? No, era la banda sonora que me había atrapado para ser protagonista de un mundo, que yo creía, exclusivo de los actores. Después comprendí que Cinema Paradiso no hubiera sido la misma sin la melancolía de las cuerdas, los violines que evocaban el pasado, el recuerdo que encadenaba la historia; ni Los intocables de Eliot Ness, con la intensidad, la emotividad extraña dentro de la crueldad en aquel ritmo fuerte. La prodigiosa mirada de Marcello Mastroianni -su última película, sabiendo que era la última- envuelta en el fado de Dulce Pontes, ese sutil golpe de efecto que Morricone logra en Sostiene Pereria. Tampoco fueron para olvidar los ojos, llenos de lágrimas y seguridad, de Jeremy Irons mientras la música de La misión nos llenaba el corazón de grandeza en un instante sublime. Y así más de 200 bandas sonoras, donde siempre los espectadores quedábamos atrapados en una atípica melodía que no se...

La resurrección de Notre Dame

Los amigos más íntimos de Oteiza aseguraban que el artista era de una minuciosidad perfeccionista increíble. Quizás, por esa cualidad, en su casa abundan los esbozos previos de las obras, sus numerosas tizas seguidas, como grandes edificios en miniatura. Todas las diminutas piezas guardan en su elocuencia el misterio de la chispa no creada de la inspiración. Hay un número indefinido de pequeñas Andra Maris en escayola; el visitante del museo posiblemente ignore el por qué. Es casi seguro que tampoco lo sepa el peregrino que se acerca hasta el santuario de Aránzazu para rezar y admirar el grandioso frontispicio de los apóstoles coronado por la Piedad de Oteiza. Jorge era un hombre creyente y místico. No concebía este mundo sin la luz del final y, para él, esculpir a la Madre de Dios era un riesgo que le quitaba el sueño. Miguel Pelay Orozco, amigo y biógrafo del escultor, cuenta que era una placer ver al artista dar los últimos toques a su obra. Raramente se podía presenciar el febril final de una escultura, pero él –medio dormido en su estudio- pudo asistir el nacimiento de su Piedad. El artista se había levantado a las cinco de la mañana, ignoraba que su amigo estaba recostado en una silla al fondo de la estancia, y Pelay Orozco relata, así, aquellos minutos excitantes: “Concentrado en su tarea, rompía el molde de escayola que guardaba la imagen que había modelado como modelo definitivo para la realización en piedra, de su Piedad. Con los ojos brillantes y el rostro encendido, recordaba en aquel momento a algún personaje balzaquiano, quizá algún avaro encerrado...