Además del covid

Además del covid

Guillermo, mi sobrino, se ha ido al más allá con 41 años. El bicho que le ha comido la vida se llama cáncer. Se ha tragado lentamente hasta la última partícula de su cuerpo. No se quejó nunca. Había vivido a tope, como mi hermano Jesús que se fue con un quad al cielo, unos días después de cumplir 50 años. Abrazado a su hija Leila, la princesa del espacio, y a su mujer. Era de madrugada. Su presencia se quedará con toda la familia y un montón de amigos que hemos arropado con amor su adiós. No se pueda hacer poesía de la muerte, aunque a mí, para despistar, me guste llamarla la dama del alba. Pablo D´Ors -filósofo y sacerdote- dice que nos da miedo morir porque no hemos vivido en plenitud. Guillermo ha vivido la plenitud de sus cuarenta años, una etapa donde normalmente empieza la madurez.

Leila está en paz. No sabe que se ha quedado huérfana con once meses. Sé que su padre le sostendrá los bracitos para dar sus primeros pasos, porque todos nos hemos quedado desorientados. Karmele, su madre, Miriam, su hermana…Desolador.

Mi nieta Carola es casi igual que Leila. Ninguna de las dos ha cumplido un año.

 

*La primera Navidad de Carola

La sangre sevillana de Ángela y la vasca de mi hijo Dani han hecho a Carola preciosa. En estos meses pasados, mientras la esperábamos, creía que, con ese nombre saleroso, el bebé iba a nacer con un par de claveles rojos plantados en la cabeza. Pues verá, claveles reventones no tuvo, pero si unos ojos azules preciosos. La primera Navidad de Carola la celebramos en casa. Puse globos colgados por los cuadros, velitas y muchos dorados y plateados para que le sorprendieran a mi niña. Nuestra idea fue celebrar una Nochebuena temprano. La cita, a las siete. Llamada al portal, abro y enciendo todas las lucecitas para que el efecto sea brillante. Quince velitas pequeñas en la mesa. Pero -pues sí, también hay peros en Navidad y ajenos a los bichitos, o quizás fueron los bichitos-, el ascensor se paró entre el cuarto y el quinto piso con la niña dentro, el coche y mis hijos con plumíferos, paraguas, botella fría de champan, pañales, y demás zarandajas. Golpes y mas golpes y una abuela histérica, yo, que subía y bajaba por las escaleras sin saber a dónde ir. El portero no contestaba, el ascensorista era de Zaragoza… Pido que vengan los bomberos, salen todos los vecinos de la casa. Mi anonimato desaparece en un mar de lágrimas ridículo pidiendo ayuda. Una hora eterna, un hacha para abrir la puerta de los fusibles… ¡Qué quieren que les diga! Mi hijo, relajando a su mujer y a la niña y yo tirada en la cama llorando -siempre tengo que dar la nota- imaginándome, en toda mi desesperación, la película de “La cabina” con José Luis López Vázquez sin poder salir.

Mi hijo Gabriel y su mujer Iciar, que habían venido a traernos unas ‘gildas’, se encontraron con la danza de la escalera. Los invitados de los pisos, amontonados sin poder utilizar el ascensor (todos cargados, por supuesto). Cuando Dani oyó la voz de su hermano Gabriel, como en una anunciación gozosa, sintió que ese ángel le iba a sacar del embrollo. Y le sacó.

Después de un tiempo interminable, yo dando el espectáculo como una abuela siciliana en la cama, llegaron a casa. A la nena le habían dado una infusión y se había quedado dormida. Cuando pude cogerla en brazos, estaba como una pepona rojita. Se reía ajena a todo el lío, mientras yo la tocaba emocionada como si fuera un San Pancracio. Mi hijo Dani -positivo al mil- estaba tranquilo y trasmitía serenidad. “Esto ha ocurrido por algo -decía. Quizás en esa hora encerrados, nos esperaba una tragedia en la calle”. Carola se reía hasta que empezó a enfadarse porque entre tanto guirigay se le había pasado la hora de su biberón. Se lo tomó mirándonos sorprendida por nuestras caras de susto, y se puso a hacer gorjeos y ajos. Después de un rato largo, se quedó dormida. Entonces pensamos que siempre hay que dar gracias a Dios. Nos sobra la lotería, de hoy en adelante sólo vamos a pedir encontrarnos bien y finales cotidianos que terminen en paz.

 

*Un tesoro sin abrir

Continuamente salimos en busca de la formula de la felicidad. Esa magia que nos haga cambiar el entorno y ser mejores. Nos embarcamos en empresas fantasmas, en viajes imaginarios que haríamos si este bicho se fuera. Nos miramos en el espejo y estamos vestidos con las ropas de las colecciones de moda pasadas. Los sueños nos dan vuelta y el si yo pudiera y si yo fuera, si yo tuviera y si yo viera…

En este momento de la historia, no podemos volver y mirar atrás. Tenemos que seguir, regresar al principio del camino. Los tesoros no están en islas lejanas. Los tesoros los tenemos cerca de nuestra casa y, a veces, se pueden quedar cerrados en un ascensor. Esos son los grandes tesoros de la vida que la dejadez nos hace no ver. Nos miramos -me miro- tanto a nosotros mismos y a nuestra impotencia que al final nos la creemos. Se nos ha pegado una depresión colectiva que está comiendo las entrañas. Las conversaciones se van llenando de lamentos, quién nos iba a decir que íbamos a vivir esto y mientras lo decimos, enfundados en la nueva mascara que llevamos todos, procuramos hacernos los despistados para no saludar a quien pasa a nuestro lado y, por supuesto, lo conocemos; nos quejamos si alguien -a veces por descuido- quiere colarse en la fila de la farmacia o la pastelería -el dulce y amargo de nuestra vida que se va entrelazando. Las farmacias y las pastelerías suelen tener, más o menos, las mismas personas. Una bolsita de medicinas nos puede resultar tan placentero como unos bollos con mantequilla envueltos con una cinta roja. La fuerza de la costumbre nos está haciendo vulnerables. La tristeza se come nuestra propia tristeza y cada vez se hace más grande.

Y el cielo sigue siendo azul.