Coronavirus, Corinna y el rey

La información sobre el coronavirus es total. Se ha convertido en la música de fondo de nuestra vida. Lo sabemos todo y lo ignoramos todo. Nuestra cabeza busca porqués, recuerda películas apocalípticas. Con terror me viene a la cabeza, Inferno, aquella película, antes novela de Dan Brown, que pretendía propagar un virus por el agua para que desapareciera la mitad de la población. Ahora, Tom Hanks, protagonista de la catástrofe ficticia, se ha convertido en protagonista de la verdad del coronavirus. También está contagiado. El miedo es libre y cada uno puede fantasear a su antojo sobre la posibilidad de que detrás del coronavirus haya una mente destructora o una simple gripe. Con la idea de despejar por unos minutos el aire, les voy a contar chascarrillos y lo que le pasó a mi amiga Lucía, unos días antes de esta pandemia.

En un centro comercial grande de libros y discos, donde casi todos tenemos hasta carnet, mi amiga Lucía fue a comprar una novela. Pidió que se la envolvieran para regalo. Diligentemente metió el libro en un sobre bonito y puso como cierre un anagrama del centro y lo metió en una bolsa. Por envolverlo así, le cobraban cincuenta céntimos. Lucía miró al dependiente y, con una serenidad seca, dijo que no lo quería. “Soy directora de una empresa nacional de publicidad y no estoy dispuesta a hacer publicidad gratis. Bueno gratis, no, pagando a su marca. La publicidad es muy cara. No voy contra usted, voy contra la empresa. Posiblemente, si usted me hubiera regalado el envoltorio y la bolsa para guardarlo, me hubiera callado, pero así no”. Sacó el libro de la bolsa con su envoltorio y se marchó del establecimiento ante la cara de susto del empleado y el corro que se había formado alrededor. “La verdad es que tiene razón“ -decían unos. “Pues no es para tanto” -comentaban otros. “Miré usted -gritaba una mujer con desparpajo- yo lo voy a hacer en el supermercado”.

Pero nadie se atreve a ir al supermercado, después o antes de haber pagado una bolsa para llevar su compra, decir que no acepta ir haciendo propaganda de la tienda de comestibles. Si la bolsa se la regalan de acuerdo, pero dar unos céntimos para publicidad gratis, no.

Curiosamente, en los establecimientos de lujo- Chanel, Dior, Saint Laurent- estamos felices con la bolsa de cartulina brillante, por supuesto gratis, dónde nos guardan el perfume o el pañuelo que hemos comprado en el distinguido establecimiento. Para nosotros es un honor pasear en el brazo el logo de lujo. Además, nos han envuelto la colonia en papeles de seda de colores, cintas y lazos. Un placer, ofrecer ese obsequio exquisito. Nada que ver con comprar una botella de un buen Rioja – más cara que la colonia- y, si pides papel de regalo en la tienda, se creen que eres un extraterrestre.

¡Ay Corinna, Corinna!

El tema me quitaba el sueño, pero felizmente la familia real ha anunciado que no tiene coronavirus. Estos problemas poco nobles, no sé si alcanzan hasta las amistades reales. Ignoramos si Corinna esta libre de estas miserias humanas. La dama, que no nos sirve de ejemplo a las mujeres, por muy princesa y amante del rey que sea, nos sigue avergonzando con su desparpajo a la hora de quitarse culpas de encima. Mientras, sigue luciendo las joyas que su real majestad le regaló, claro que tampoco nos sirve su majestad, un rey que ha sido desheredado. Los dos han caído en el vacío de la corrupción de la alta sociedad. Esa sociedad donde todo se envuelve con comunicados, justificaciones falsas y caras compungidas. Pero, querida Corinna, todo termina sabiéndose. Tú o él- mas bien los dos- sois culpables defraudadores. Eso de arroparse debajo de la corona, como si fuera un paraguas, se ha utilizado muchas veces como logo de prestigio pagado, igual que las bolsas del supermercado, pero con muchos ceros. Dicen que su majestad, a través de la mano enjoyada de Corinna, cubría también los despilfarros de su familia, política y cercana. Al fin, siempre los mismos. El niño que llegó con lo puesto y luego fue rey de España, es ahora uno de los hombres más ricos del mundo que, supuestamente acaba de perder su gran fortuna. El caballero recibía comisiones desde 1970 y lo sabía la familia real. Elegiste bien, Corinna, a tu amante. Pero tu nombre nunca entrará entre las mujeres célebres y empoderadas por su valía, aunque sí estará entre las ilustres historias para no dormir. Por supuesto, el romance ha desaparecido –imagino-, dada la edad del enamorado. Ahora la princesa está libre para un nuevo amor sin ningún trámite de divorcio. Y el rey mejor emigra a alguno de los países que más le quieren, pero el coronavirus, por ahora, va evitar su huida de palacio

Sin embargo, mi amiga Lucía iba a pasar un fin de semana a casa de una compañera de universidad que acababa de divorciarse, se encontró con una mujer desorientada, que al primer problema, se cayó al suelo su mundo. Cuando fueron a desayunar a la cocina, el lavavajillas había perdido agua y se habían encharcado parte de los ladrillos. La recién divorciada, asustada, se llevó las manos a la cabeza y gritó: “¡Dios mío, en esta casa hace falta un hombre!”. Mi sensata amiga Lucía, le respondió: “No. Aquí hace falta un fontanero”.

Dos besos para las señoras

Ha llegado el momento de prescindir de esa dependencia en que hemos sido educadas una gran parte de mujeres. Lo que pasa es que aún no nos hemos dado cuenta de que podemos. Fíjense si podemos que a veces, sólo a veces, logramos cambiar una costumbre que se había impuesto inconscientemente. Una política europea se negó a acatar esta norma de educación femenina ante un mandatario, retiró su mejilla y le ofreció la mano. ¿Por qué las mujeres besos y los hombres manos? Posiblemente esta rutina se inició por el deseo de los caballeros de una ceremonia -no del todo sexual- pero si de una cercanía fácil de saludar a las mujeres.

Esta costumbre también ha entrado en la iglesia. Cuando nos dábamos la paz era muy fácil que nuestro compañero de banco nos estampara dos besos en los carrillos o un efusivo apretón de manos para demostrar que estábamos todos unidos en el deseo de paz.

Mi hijo fue hace unos días a un funeral y antes de empezar la ceremonia, el sacerdote leyó las nuevas normas higiénicas de la Santa Sede para evitar el contagio del coronavirus. Ahora se prohíbe dar la paz con gestos afectuosos, como besos, abrazos y roce de manos. El caso es que cuando llegó el momento de la paz, todos se miraron a la cara con desconcierto. Esta nueva norma, tiene muchos benéficos. Se terminaron los espontáneos que se empeñaban desde tres bancos más adelante en darte la mano cuando casi ha terminado la misa, porque han ido por toda la iglesia repartiendo achuches.

Lo curioso es que al salir del funeral, los amigos se besaron y abrazaron y se acercaron a dar un casto beso a los familiares. Y qué quieren que les diga, hasta la emotividad va a sufrir por el coronavirus.

Estoy desolada. Hay algo que no me permite ver el fondo -porque alguna razón hay- de esta epidemia masiva. Quizás tengamos nublada la mirada colectiva. Decía un brujo americano al que llamaban don José que “Mirar se refiere a la manera ordinaria que estamos acostumbrados a percibir el mundo, mientras que ver implica una proceso muy complejo por virtud del cual un hombre de conocimiento percibe supuestamente la esencia de las cosas del mundo”.

Quizás nos estemos volviendo locos todos mirando sin ver y viendo sin mirar las percepciones que no son esenciales