El 13 de Dios

No se puede cambiar todo de un día para otro, pero la esperanza es un sueño que se derrama como un aire fresco que impregna con su limpieza la melancolía que llena los bancos vacíos de los templos.

Francisco I fue ordenado sacerdote un 13 de diciembre, y nombrado Papa un 13 de marzo de 2013. Sin duda el 13 es un número de Dios, un número que nada tiene que ver con las supersticiones. El nuevo Pontífice es cálido y entra en la dinastía vaticana de la mano de Iñigo de Loyola; el sacerdote vasco que subió a los altares de la Iglesia Católica llevando la semilla de nuestra tierra. Un Padrenuestro y una Ave María han sido el principio humilde del arzobispo argentino que ya nunca recuperará su nombre. La Historia le recordará siempre como Francisco I, el primer Papa jesuita que llega al trono de San Pedro. Un seguidor de Francisco Javier que elige a Francisco para olvidar para siempre que alguna vez se llamó Jorge Mario.

El Espíritu Santo sopla donde quiere, cuando quiere y casi –no es una exageración- cuando se le manda, porque más de cien cardenales del mundo entero le han pedido oír su voz en el silencio del Cónclave. Han sido horas de oración y recogimiento, soberbia y piedad, poder y humildad, ilusión y ambición. ¡Cuántas cosas en cada una de las mentes clericales más plecaras de la Cristiandad! Si la fe existe, la voz de Dios se ha oído, a través del humo blanco que ha salido por la chimenea vaticana, después de cinco votaciones. El futuro está en esa estela que se ha disuelto en el cielo romano. Yahvé el poderoso, el que escribió para Moisés los diez mandamientos con rayos, Yahvé, el que se manifestaba en un árbol ardiente que nunca se consumía, Yahvé, el que abría el Mar Rojo para su pueblo elegido; ese Yahvé ha decidido que Jorge Mario Bergoglio sea su representante en la tierra; su imagen en un mundo convulso, corrupto, con pasiones humanas y sueños de grandeza. En este planeta llamado tierra, un cardenal argentino -que  empieza con un sencillobuenas noches y continúa haciendo sonreír a todos porque ”ustedes saben que el deber del Cónclave era darle un obispo a Roma; siento que mis hermanos cardenales fueron a buscarlo al fin del mundo”- ha sido revestido con la infalibilidad. Una palabra que da un profundo miedo por las consecuencias que conlleva. Revestido con ese poder, el Papa Nicolás II condenó al inglés Roger Bacon, prohibió la lectura de sus libros y lo envió diez años a la cárcel porque dijo: “Pueden construirse máquinas para navegar sin remos, de suerte que los más grandes navíos por ríos y mares, serán movidos por un solo hombre encargado a mayor velocidad que si estuvieran llenos de remeros. Asimismo pueden hacerse carruajes que sin caballos puedan desplazarse a increíble velocidad. También pueden construirse máquinas volantes de suerte que un hombre  dirija su interior como un pájaro en vuelo”. A Leonardo da Vinci no llegó a condenarle nadie, pero le consideraron brujo y alquimista. Felizmente Bill Gates y Steve Jobs –por poner dos nombres- no entraron en las condenas de la Iglesia por parecer el demonio que desde un móvil chiquito se pueda hablar con un habitante del Ártico, hacer fotos al escalador que corona el Everest, ver la televisión mientras se camina, encontrar una calle en Nueva York, comprar una camisa de Christian Dior dando un botón y leer un libro sin papel.

Claro que también hay temas que, aún siendo avances de la investigación y la sociedad, la Iglesia sigue condenando. La fecundación in vitro, los experimentos de clonación, las bodas gay – ¿Dios decide también las inclinaciones sexuales de los hombres?-, el control de natalidad, el divorcio y que la mujer ocupe el lugar que le corresponde en la Iglesia. ¿Había alguna mujer en el Cónclave? ¡Por Dios, qué disparate! Ni por un casual. Las únicas mujeres que se han visto estos días de ajetreo eclesial han sido unas monjitas domesticas que debieron jurar, con el resto de empleados vaticanos, que guardarían secreto –la verdad es que no parece que pueda haber más secretos- sobre lo que pudiera pasar en los días del conclave dentro del Vaticano. Era como un miedo extraterrenal de que el humo de Dios se extendiera sin previo aviso por las habitaciones cardenalicias. ¿Qué pasará ahora? No se puede cambiar todo de un día para otro, pero la esperanza es un sueño que se derrama como un aire fresco que impregna con su limpieza la melancolía que llena los bancos vacíos de los templos. Algo está a punto de pasar. El nuevo Papa vivía en un apartamento pequeño –no quiso ocupar el palacio episcopal- renunció a la limousine para ir en transporte público y se hacía su propia comida.

El humo de Dios, esa estela que debe conducir a su nuevo apóstol en la barca del pescador, ha cruzado mares y océanos para posarse en el Nuevo Mundo, en el sur de América. Argentina se ha convertido en tierra de promisión. Hasta Lionel Messi ha conseguido el balón de oro. Con rumor de tango, 115 cardenales, después de 266 elecciones a lo largo de la historia, han decidido incluir al nuevo Papa en la lista de grandes famosos de la historia.  “Para el argentino –decía Borges- la amistad es una pasión y la política una mafia”. Dicen que la Iglesia es una sociedad demasiado humana, pero, quiero creer, como el poeta argentino, que es mejor pensar que Dios no acepta sobornos. En Argentina hubo un trovador, Carlos Gardel, que cantaba tangos; una mujer fascista, Evita, que inspiró musicales; un humorista, Quino, que se inventó a Mafalda; un futbolista, Maradona, que alborotó los estadios; y un revolucionario, el Che Guevara, que cambió el mundo. Creo que sus palabras, las del Che, siguen sirviendo como una luz en las tinieblas de este largo amanecer: “Si fuéramos capaces de unirnos, qué hermoso y cercano sería el futuro”. Francisco I ha dicho en sus primeros minutos algo muy parecido: “Rezamos para todo el mundo para que haya una gran fraternidad”.

Y en la sombra un 13 luminoso. El 13 puede ser un día de suerte. Quizás, en la gran Pampa argentina, hemos encontrado el trébol de cuatro hojas que buscábamos.