El éxito limpia todos los pecados

Somos deliciosamente ingenuos. Y es bonito. El éxito baña con espuma olorosa la miseria humana.

La comodidad no es glamurosa. Los zapatos bajos no convierten a una mujer en foco de atención, ni las faldas a media pierna hacen la figura sexi como un vestido ajustado. Los taconazos que adoran las actrices y aseguran usar –sólo para desfiles y fiestas, aunque no lo digan- para estar espectaculares, destrozan los pies y la ropa ceñida impide respirar. Pero…

Estas Navidades mi cabeza da vueltas ante la tentación de los platos de papel de usar y tirar y los manteles desechables. Veo los colores, las estrellas, los dorados ribetes, y pienso que puedo cambiar mis manteles de hilo y mi vajilla de porcelana por esa opción. No fregar. A cambio, la comida parece más en su sitio en un plato de loza fina y el vino es más rico en una copa de cristal. Pero…

Vuelvo a meditar. Total es un día –me digo perdonándome mi posible pecado- aunque, también la cristalería que utilizo la pongo especialmente perfecta justo en Navidad y los platos impecables con servilletas de tela. Pero…

Recoger, levantarte, lavavajillas, grasa. Aún quedan días, iré pensando.

Mientras, en las revistas  de moda y decoración, veo mesas preciosas  llenas de candelabros, muérdago, velas. Mesas para cuatro personas, a veces seis. No más, porque quedan feas. Pienso –al fin soy periodista- que estas mesas, para salir en diciembre sus fotografías, se han preparado en octubre, y los invitados se han vestido de esmoquin y deslumbrantes trajes de noche, cuando terminaba el verano. Es todo mentira –me sigo diciendo en un murmullo- pero mis ojos se escapan al derroche de fantasía con chin-chin de espumosas burbujas de champán en esa gente guapa que parece no existir más que dentro del encuadre del teleobjetivo. La realidad tampoco es glamurosa. En mi mesa difícilmente se podrán hacer tantas filigranas porque nos sentaremos 23 personas y hay que encajar bancos, tableros y tijeras para poder entrar todos. Si, por un casual, se nos ocurriera a las damas vestirnos de largo posiblemente nos pisaríamos los bordes al mover las sillas. No me imagino la cena con alguno de mis hijos –que siempre lleva vaqueros-  de traje.

Pero…

Sigo viendo emocionada los preparativos festivos de esa gente que quiere una celebración “muy hogareña” con mesas donde no hay hijos, cuñados, suegros, tíos, nietos. En general –y quizás tenga una mota de envidia, sana o insana ¡cualquiera sabe!- lo que respira ese ambiente de celebración chic es dinero, fama y lujo. No vemos trastienda porque, en estos días, todo sabe a turrón y villancicos. Hasta la publicitaria de caridad se aprovecha de la ternura del corazón y nos atosigan con campañas contra el hambre y desastres mundiales. Aquí, somos muy pocos los que no caemos ante el dolor de un niño con mocos y el vientre hinchado. Pero, hasta en esta triste miseria humana, la gente guapa, esa que llena la publicidad que nos atrapa, nos gana. Ellos han estado con esos chiquillos en misiones internacionales, han donado cantidades ingentes –siempre contadas en los reportajes- para que se levanten escuelas infantiles. Y, guapos a rabiar, con saris hindús o  pareos africanos colocados a la perfección -maquillados por profesionales que han viajado a los lugares de “misión” para recoger en un momento entrañable, caritativo y desinteresado- los vemos sonriendo con un tropel de mujeres que no parecen tener hambre sino una desquiciante felicidad al recibir a estos visitantes que, como extraterrestres, se han vestido con sarakof, botas y pantalones cortos para lucir unas bronceadas piernas pintadas ad hoc.

Esa sí es la realidad, y ya ven, esa realidad nos nubla el entendimiento.

Este fin de semana he visto una película romántica que tenía mucho de verdad, Agua para elefantes. El protagonista dice que “El éxito limpia todos los pecados”. Cierto. La fama y los programas de ficción que entran a diario en nuestra casa sin invitación, nos atontan de tal modo que nosotros mismos nos encargamos de envolver con papel de seda y lazos una verdad que admitimos a medias o no toleramos nada. Al fin, es todo tan bonito que para qué empañar el cristal de la mirilla. La princesa de donde sea es tan guapa que no puede ser infiel, el presidente de tal país tan atractivo que no es posible que sea corrupto, el actor tal ha tenido que divorciarse porque su esposa le había mentido, el magnate millonario no es feliz aunque lo parezca y el ministro europeo no violó a la camarera del hotel. Y, hasta disculpamos al Presidente Rajoy, inoportuno a tope, diciendo en el funeral de Mandela que estaba feliz porque en el Estadio donde se celebraba la despedida del líder de la paz, ganó España el Mundial de futbol. Así vivimos. Dentro de un cuento de hadas sin hadas pero que creen en las hadas. Somos deliciosamente ingenuos. Y es bonito. El éxito baña con espuma olorosa la miseria humana.

¡Qué vamos a hacer! Somos así. Vulgarmente iguales. Tenemos una especie de complejo de inferioridad ante tanta opulencia y nos esforzamos, con la mejor de nuestras voluntades, en hacer magia donde hay cartón.

Ahora, volviendo –la verdad es que no nos hemos ido- a la realidad cotidiana, en Nochebuena las amas de casa iremos a la peluquería antes, nos pondremos nuestro mejor vestido, zapatos altos –con las zapatillas cerca-, maquillaje cuidado y perfume. Engalanaremos la mesa con todo nuestro cariño -de cartón o de verdad, con fregado o a la papelera-, y taparemos el cansancio con especial esmero difuminando sombra de ojos y barra de labios. El éxito de la velada está en  el esfuerzo de agradar que pongamos. De acá para allá con nuestras bolsas, haremos viajes al supermercado hasta conseguir los ingredientes necesarios para un buen asado. Y, mientras pensaba –son las cotidianas labores-  que me faltan ciruelas para el pavo, he visto a una gitana con un carrito de compra. Y me he preguntado ¿por qué las gitanas siempre llevan un carrito? Parece como un distintivo de raza femenino. En fin, son curiosidades del entorno, como ir bien peinadas con su pelo tirante con una coleta baja. ¿Se ha fijado que una gitana nunca va despeinada?

Un diseñador decía este mes en una revista  que “toda época tiene la moda que se merece y creo que lo que hay es mucho mal gusto”. Pues igual las amas de casa nos merecemos también un suspiro de vida moderna aunque se traicione la clásica elegancia. No sé, aún sigo con dudas. Tengo el mantel planchado, la cristalería brillante, pero ya he comprado unas servilletas de papel rojas. El después está sin decidir.