Esa mujer que pasa

Sigo extrañándome cuando en el espejo me mira una mujer que no conozco.

El día de hoy ha sido muy largo. He empezado a primera hora de la mañana a escribir un artículo para una página digital que me había pedido una colaboración. Según me dijo la que me llamó, me leía en el periódico y había leído mis novelas con placer. Con todo mi cariño me puse al ordenador pensando en esas lectoras que yo no conocía y quería explicarles cómo se vive el desdoblamiento de personalidad dentro de una historia. Al fin pretendía trasmitirles que yo, como ellas, era esa mujer que pasa. Una mujer más que sueña, como una enferma febril que tiene alta temperatura, pero que, cuando deja de imaginar, el termómetro baja a la temperatura normal.

El escrito se titulaba Los deseos y era éste:

“En la Selva Negra me he comprado un reloj cucú con el que soñaba desde niña y una maleta que no pesa para no volver a facturar equipaje nunca jamás. Después, me he quedado en blanco. Quizás a ti te pase los mismo. Prueba a escribir una lista de deseos. Antes de coger el papel y el rotulador piensa si de verdad vas a ser sincera. Entonces, empieza. Yo he hecho la prueba y la verdad es que no necesito ninguna lotería primitiva para cumplir lo que realmente quiero.

Renovar el armario terminaría siendo un despropósito. Echaría en falta mi chamarra verde desgastada, mi chubasquero  con gorro, el abrigo negro de siempre… Las joyas no me van, y relojes tengo bastantes. Solo pensar en reformar la casa me canso. Quiero comprarme unas botas cómodas y si veo unos zapatos divinos, quizá también. Un pasaje a… Sí, es lo más costoso de mi lista: ir a India y Nepal, pero, hasta este deseo grande, puedo hacerlo con un poco de organización porque el viaje se puede pagar en plazos.

Y… todo lo demás dependería de mi –o no siempre de mi, pero sí de mi trabajo-. Empezar una novela, terminar bien este artículo, hacer una recopilación de cuentos… Mi sueño real –el que no se compra- es verme en una escalera subiendo a recoger un premio literario importante. Y ese deseo, sé que es imposible. Tenían que darse muchas circunstancias favorables para que llegara.

El tiempo va dibujando en mí su paso, me marca con ternura y según me acaricia pienso que con la juventud se van algunos sueños, pero no todos. Sigo extrañándome cuando en el espejo me mira una mujer que no conozco. Yo soy la que creo ser y no se corresponde con la imagen. No he crecido. Sigo queriendo escribir, sigo queriendo inventar historias mágicas y en todas esas novelas yo paso como una estela invisible de protagonista. Soy la amante del rey, soy el sacerdote con problemas de fe, soy la musa del pintor, soy la monja enamorada, soy el músico que crea sinfonías, soy el maduro director de orquesta, el médico psicoanalista, el anticuario, el falsificador de cuadros y, también, soy el ladrón de guante blanco.

Estoy dentro de cada alma y al robar el alma me la quedo para mí multiplicando mi yo hasta el infinito. Y, al mirarme al espejo, una vez soy hombre y otra mujer, una vez mi pelo es rubio y otra castaño, soy adolescente o un genio de Software, un multimillonario en la lista de Forbes o una rutilante estrella noruega.

Al fin cumplo mis deseos en líneas de ordenador. Me pregunto cómo pueden gustar mis historias y me pregunto a la vez por qué no gustan mis historias. He trabajado intensamente en crear enredos y situaciones noveladas de esos seres que me habitan sin haberles dado permiso de entrada Y ahora, cuando los veo viviendo entre las páginas de las novelas, siento que no les quieran como yo los he querido. Siento que no sean tan importantes para mis lectores -mis lectores, ¡qué posesivo y absurdo!- como lo han sido para mí. Cada día que pasa siento nostalgia de Samuel, Uta, Hildegard o Leonora. Se quedarán en la nada del aire. Yo que los había creado para vivir eternamente… Sin embargo, están poco tiempo en la mesa de las librerías. Su sitio lo ocupan otros personajes que han nacido después de ellos pero, por la magia de la actualidad, se han hecho más importantes. Ahora me siento llena de historias que a nadie le importan. Me preocupa que estas historias no nazcan, pero más me inquieta que vivan en mí durante muchos meses, me quiten el sueño y el pensamiento para volver a la nada de la no existencia  El tiempo es como un chicle que se alarga y luego se queda dentro de una bola menuda que se hincha y se deshincha a voluntad de quien saboree el dulce.

Me voy a comprar unas botas”.

Al mediodía recibí un e-mail. Me había equivocado. En esa página concreta tenía que hablar de violencia de género. Me sentí fatal. Mi trabajo no había servido para nada y yo nunca me he sentido discriminada dentro de un periódico ni he sufrido diferencia literaria en ninguna editorial por ser mujer. En fin… ningún caballero me había puesto la mano encima para pegarme y decididamente no era lo que querían.

Disgustada, comí rápido y me fui a un Ayuntamiento cercano que quería celebrar unas Jornadas para el 8 de marzo sobre la mujer trabajadora. De eso, la verdad, es que sé mucho. Después de hacer distintas propuestas para el seminario, decidí que yo hablaría de la mujer a través de la literatura. Una gran parte de mis personajes son femeninos y yo soy mujer.

Cuando volví a casa eran las 9 de la noche. Abrí el ordenador con una idea en la cabeza. La violencia de género era mucho más que palizas, era algo íntimo que habíamos heredado todas las mujeres como un sino silencioso. Cuando abrí un nuevo documento para plasmar lo que quería, desde la sala de estar oí una voz masculina que me decía. “¿Qué vamos a cenar? Ya es un poco tarde”