Espérame en el cielo, Theodorakis

Espérame en el cielo, Theodorakis

El privilegio de ser periodistas te permite llegar a personas que ni en sueños podrías acercarte. Ha muerto con 96 años Mikis Theodorakis. Es difícil admirar tanto a un hombre como estaba el músico griego en mi altar interior.

Cuando estuvo Theodorakis en Bilbao, su mundo me recordó a una parte secreta de mi mundo. Había estado encarcelado, torturado, exiliado y enterrado vivo dos veces. Era el símbolo de la lucha por la democracia, la voz del pueblo que desde Grecia puso música a la paz. Se ha hecho un silencio muy largo en Atenas para despedir al más grande compositor griego. Cuando paseé por la Gran Vía con el brazo del músico griego sobre mi hombro, me sentí orgullosa, feliz de ser la única mujer que podía disfrutar de aquel hombre vestido con tonos verde oliva, grande como un dios griego. Me olvidé de mis timideces y le dije que me había hecho amiga de Oriana Fallaci, después de ir a Grecia, le hablé de su novela Un hombre y le confesé que el poeta asesinado, Alekos Panagulis, el amante de Oriana, me recordaba una etapa de mi vida y que yo también escribiría algún día un libro, recordando su ausencia. Me besó en la frente y sentí sus rizos grises que se agachaban hacia mi cara. Iba a dar un concierto en el Arriaga aquella noche, y me dijo: “La segunda canción que voy a interpretar será para ti. Te lo prometo y quiero que la sientas en tu corazón porque la voy a cantar con mi alma”. Era Kaimos. Escribió en mi cuaderno el nombre en griego. No pude traducirla antes de escucharla. Era triste, me la estaba diciendo Theodorakis, como Panagulis a Oriana. “Escribirás ese libro que quieres, sé que lo harás”.

Años después en internet, leí los versos de Kaimos: La costa es grande/ la ola está lejos/ Es grande la pena/ y es amargo el pecado/ Rio amargo recorre mis entrañas/ la sangre herida/ y aún más amarga que la sangre/ el beso de tu boca/ Y aún más amargo el beso de tu boca/ No sabe que es fría la soledad/ Noches sin luna/ y cuando no te conozca y a ninguno interese/ el dolor te tomará/ Rio amargo recorre mis entrañas/ La sangre.

Ya no guardo el cuaderno con sus bellas letras cirílicas, como tampoco guardo un poema que me escribió un poeta sirio en una servilleta de papel en Malula. Quién me hubiera dicho entonces que nunca volvería a Siria, porque Siria no está. Esa es otra historia. Tampoco conservé, los bocetos que me dibujó Chillida para explicarme cómo se podría peinar las olas del mar.

Esta mañana he visto de nuevo a Anthony Quien – a quien conocí en San Sebastián- bailando Zorba el griego. La música llena mi cabeza de melancolía y me siento en deuda con Theodorakis porque no escribí el libro. He hecho diez versiones de la misma historia, pero no suena. Quizás tengo que madurar y acercarme a la edad donde los años no cuentan. Todo parecía que tenía que llegar en ese tiempo intermedio de ser mayor.

¿Cuándo se es mayor? Aún no lo sé, porque no he crecido. Soy como el chico del tambor de hojalata de Günter Grass que no crece, aunque pasen los años. Y los años pasaron sin yo ser consciente de que pasaban y con ellos se fue mi absurda e inconsciente seguridad de niña mujer en la que había crecido. Pero seguí con el tambor en la mano y por mucho que intentará que sonará bien y pegara con los palillos, el tambor no sonaba, por eso yo no crecía. Quizás está allí la razón, no sé completar una historia y aunque sienta desde la eternidad la música de fondo de Theodorakis nunca sabré bailar el sirtaki, ni acompasar mi tambor a las notas del Canto General que el músico hizo un himno helénico con las palabras de Neruda.

En la eternidad oigo el bouzouki, la guitarra de sol con la que Theodorakis ha entrado en el más allá. Quiero pensar que la tocan ángeles. Quisiera estar a su lado. No sé por qué se van los dioses que crecen entre nosotros. Se borran del tiempo los instantes felices. Se han pasado. Han terminado. Theodorakis se ha llevado un día que pasé con él en 96 años de su vida.

La música ha entrado mientras dormía en mis venas. Ha ido serenando cada rincón de mi cuerpo y siento que el artista se ha quedado conmigo para ayudarme a escribir mi historia y tantas historias que pasaron por la vida y seguirán ocurriendo día a día en este mundo que, como nosotros, va perdiendo la sensibilidad con el ruido. Los lentos pasos de Antony Quinn en la playa han dejado huellas imborrables en mi piel.

Tengo un amigo más en ese nunca jamás de la eternidad. Sé que escuchará la insistencia de mi tambor hasta que con infinita paciencia me enseñe a componer una melodía del día a día cotidiano.

Adiós, Theodorakis, espérame en el cielo.