Folio y medio o un minuto para desprestigiar

Hace falta mucha audacia para dar el paso al frente cuando la mayoría anda sin querer llegar al final.

En un momento se puede hundir al más brillante actor, escritor, pintor o periodista. Unas líneas, unas palabra de ironía, un gesto torcido y…al fondo. Decía en un artículo muy oportuno Muñoz Molina, que un novelista se podía caer con folio y medio. Soló folio y medio es suficiente para que un crítico de libros se cargue una novela. Quizás una novela buena, pero que a él no le ha gustado. Siempre se ha dicho que un crítico literario es un escritor frustrado. Sea como sea, el causante no sabe –ni le interesa, ¡para qué!- las horas que el escritor ha pasado con esa historia, los meses de documentación, los viajes que quizás hizo…

Ahora –quiero decir ahora mismo-, Dani Rovira –en la cumbre de su popularidad, después de ser el protagonista de “Ocho apellidos vascos” y “Ocho apellidos catalanes”- ha caído al fondo del desprestigio. La gala de los premios Goya fue mala, larga, aburrida… No estoy de acuerdo. Creo que el actor más famoso del cine español es un genio del monólogo. El texto fue muy bueno. Si el acto resultó largo fue por los premiados que nos hicieron ver sus lágrimas de emoción, una lista interminable de agradecimientos, un deseo desesperado de quedar bien ante un público tan importante y un etcétera larguísimo y soporífero. Este país sorprende. También se cargaron el esmoquin de Pablo Iglesias y ya ve, yo lo encontré oportunísimo. Si vas a un acto que se exige etiqueta (claro que también ante el rey hay que tener un respeto, pero ese es otro tema), vete como mandan los cánones. Y él lo hizo. Sin embargo, quien parecía que ni por un momento se iba a pasar el protocolo, Pedro Sánchez, apareció sin corbata y con la camisa sin abrochar como si fuera a un concierto de rock. Estas actuaciones me tienen muy confundida. Yo pienso en las vulgaridades cotidianas con cierto sabor a cotilleo, mientras estos señores hablan y hablan. No se ponen de acuerdo. Hoy dicen que están de acuerdo con el contrario y mañana que no se pueden ver ideológicamente. Imaginan pactos imposibles y todos añoran ser coronados civilmente como reyes de la Moncloa. Creo que, como decía Baltasar Gracián, “hay que poner un gramo de locura en todo lo que haces”. Así, la aparente locura será un ponderada actuación. Nada hay perfecto. Además de política hacia falta un poco morbo en los ecos de sociedad. Se criticó que la pajarita del líder de Podemos estaba torcida y el esmoquin le quedaba grande. Tampoco se libró Alber Rivera porque, aunque llevaba muy dignamente su esmoquin, la camisa no tenía los cuellos oportunos. En fin, si estas simplezas –para mí, grandes logros- entran en la opinión pública, creo que lo mejor es ignorar esa opinión pública. Difícilmente se conseguirá el aprobado en el examen popular. Cada vez entiendo más a los famosos que aseguran no leer los periódicos para que no les afecten las críticas. Es ridículo enfadarse si a usted le gusta el rojo y a mí el blanco, si el señor de la casa de enfrente prefiere el amarillo (respecto al amarillo les contaré un suceso de hoy) y el que pasa por la calle el verde. Por estas simplezas no hay que enfadarse. La verdad es que da mucho miedo pensar en aquella frase –a saber si la dijo o no- de Antonio Machado que aseguraba: “En España cada diez cabezas, nueve embisten y una piensa”. Pensar es una tarea complicada. Tenemos un montón de días a los líderes pensando lo que quieren para España, y no se aclaran. Dicen lo mismo pero con distintas palabras. Giran en torno a una noria igual que bueyes con los ojos tapados. Aunque -como hacen trampa- ven. Claro que no quieren ver, ni aceptar que hace mucho tiempo tenían decidido lo que iban a hacer. Hablar, hablar y hablar. Necesitamos una cabeza pensante para que salga de la rueda, se quite la venda de los ojos y diga con autoridad: Esto se terminó, amigos. Ahora vamos a hacer lo que yo quiera.

¿Quién será el valiente? Audacia. Hace falta mucha audacia para dar el paso al frente cuando la mayoría anda sin querer llegar al final. De todos modos, siempre hay insensatos y míseros capaces de robar un simple paraguas amarillo. Amarillo canario era mi querido paraguas plegable. Lo dejé en la puerta de un establecimiento de la Gran Vía, en un paragüero, para que no mojara el piso, casualmente de ropa de cama. Y, mire usted por donde, alguien pensó que mejor me mojaba yo al salir que él o ella. Se lo llevó. La historia de mi paraguas es igual que la de los partidos políticos. Nadie quiere mojarse. Están dispuestos a robar ideologías, principios y ancestros con tal de llevarse el paraguas. La verdad es que el mío era amarillo y ya saben ustedes que el amarillo en el teatro -¿no es un teatro el actual foro políticos?- es un poco arriesgado. Creo que tantos detalles no piensan los ladrones de pacotilla. Quien me birló el paragüitas –chiquito, muy chiquito para que entre en el bolso- andará feliz tapándose de la lluvia, pero nadie le quitará la vergüenza de robar una paraguas amarillo. Cuando vea, uno de estos días de lluvia, uno amarillo piense que igual es el mío.

Cada día que pasa de este mes de febrero –febrerillo el corto, decían los abuelos-, tan apasionante en materia política, me siento más fascinada. Verán, a mí me gustan las agendas que tienen una frase para cada día. Resulta que la frase de hoy se ha enfrentado con la de al lado y ha resultado un verdadero conflicto. En una dice: “Dos cosas contribuyen a avanzar: ir más deprisa que los otros o ir por el buen camino (la cita es de Descartes). En la otra página: “Se mide la inteligencia del individuo por la cantidad de incertidumbre que es capaz de soportar”. Esta joya de palabras es de Kant. Y yo me pregunto: ¿Con cual me quedo para definir a Pedro Sánchez, Pablo Iglesias, Alber Rivera… y Mariano Rajoy (no le vamos a echar del ruedo de toros antes de tiempo)? Ni idea. Esto de las citas es una línea oportuna que no siempre es verdad. Pero… una línea de texto, otra y otra pueden hacer folio y medio. Justo lo necesario para hundir a un pobre mortal que no ha sido consciente de que a todos no les gustaban sus palabras. ¡Ay, Señor, que vida esta!