La boda de mi sobrino

Por el afán de retener el tiempo, el tiempo se nos va y perdemos el instante.

Esperamos este día todo el año. Guillermo se casaba. Mi sobrino, el hijo de mi hermano Jesús, iba a dar el sí quiero cuando menos nos imaginábamos. Al morir su padre en un accidente con un quad, la familia nos sentimos morir con él. Era tan joven, tan vital, tan especial. Creo que lloré a gritos como una plañidera bíblica. Sentí que me partían por la mitad. Fue Guillermo quien me dio la noticia, y fue él quién oyó mi primer desgarro de voz. Empecé a correr por la casa en camisón desolada. No era capaz de calmar mis espasmos de dolor. Echamos sus cenizas al Abra y…

Aquella pena se ha tornado en alegría. La boda de Guillermo volvió a traernos a mi hermano. Los espíritus del más allá nos convocaron en un ritual de flores, música y palabras de felicidad para Sheila, la novia más guapa, y Guillermo, el novio que ha conseguido volvernos a unir, no para llorar sino para emborracharnos de alegría. Ya sé que usted que me lee dirá que exagero, pero no exagero. Todo fue especial, hasta la anécdota de unir la boda con dos inesperadas primeras comuniones. Sin darnos cuenta, Lucía y Ander, los pequeños pajes, decidieron elegir ese día. Pues verán, la vida es tan caprichosa como insólita y sencilla. Mi sobrina Miriam, hermana de Guillermo, y su marido Gonzalo habían decidido que los niños no iban a hacer la Primera Comunión. Pasaban de actos religiosos y actos sociales no acordes con sus creencias. Pero Lucía y Ander, al ver a sus tíos comulgar, dijeron que ellos también querían. Así con 7 y 11 años, sin catecismo, preparaciones, ni fechas, hicieron su Primera Comunión el día de la boda de sus tíos ante las sorpresa de los padres que estuvieron a punto de subir al altar. Fue divertido.

Yo me sentí ridícula al intentar retener en mi móvil los momentos mas bonitos de la boda. Con el deseo de dar a la cámara para las fotos me perdía el momento. Creo que estamos haciendo la historia distorsionada. Por el afán de retener el tiempo, el tiempo se nos va y perdemos el instante. Es la soledad del móvil que nos consume con su falta de alma. He quedado con una amiga para tomar un vermut y enseñarle fotos de la boda. Cuando llego a la terraza está tecleando el teléfono. Me hace un gesto con la mano pidiendo disculpa y continúa marcando letras. Le pido al camarero un Martini, me lo trae. Me como la aceituna y remuevo los hielos antes de tomarme el primer delicioso sorbo. Espero y miro alrededor. Hay dos niños con sus padres que tienen una Coca Cola delante y un plato de patatas fritas sin probar. Ellos teclean y el padre también, es un grupo silencioso que parece no pertenecer a la bulliciosa Gran Vía. Después de cinco minutos –quizá no han sido tantos- mi amiga vuelve a la realidad.

–       No sé que haría sin el WhatsApp.

–       Ya.

Y me quedo pensativa, porque, sin darme cuenta, la misma escena yo la he protagonizado sin ser consciente de que pierdo la conversación normal entre personas que se ven por otra impersonal en el aire. Hay un video en la red que plasma perfectamente esta vida artificial que elegimos. Todos, de cualquier edad, hemos aprendido a vivir en nuestra nube, dentro de una máquina que nos mira sin preocuparle nuestra cara o nuestro gesto. Es el anonimato de la nada que nos tiene atontados en un presente continuo donde la actualidad va más deprisa que nuestros propios dedos o nuestros ojos. Los niños aprenden sólos a jugar y, aunque estén tocándose los codos en el mismo diván, juegan con su compañero de asiento a través de una máquina en absoluto silencio. El castigo más duro que se le puede hacer a un chico es esconder el móvil, la Tablet, o cerrar el ordenador.

Hace unos años, muchos años, cuando yo tuve mi primer ordenador, me sorprendía que tanta gente tecleara. Yo creía que el ordenador solo servía para escribir. Ingenua. En este mundo del aire, los que menos utilizamos el ordenador –es un decir- somos los periodistas y los escritores. Para nosotros es un instrumento de trabajo para todos los demás, me parecía, un entretenimiento. Estaba rotundamente equivocada. Era el preámbulo, el principio de nuestra futura vida. Ni mejor ni peor que antes, distinta.

Hay jóvenes que cambian una sala de fiestas por un bar con Hi Fi.

Pero estábamos en la boda de mi sobrino. Los invitados, los chicos –siempre guapos con traje y corbata- y las chicas, con pamelas, flores y tocados, estaban espectaculares. Los ojos brillaban y los pies dentro de los tacones dolían. Tanto, que muchas mujeres cambiaron sus tacones por zapatos bajos o bailaron descalzas. Me pregunto quién nos obliga a sufrir por estar unos centímetros más altas. Los mandatos de la moda nos tiene encorsetadas. Y hasta nos impide dormir. Hubo quien tenia turno en la peluquería desde hace dos meses, y a una hora tan desacostumbrada como las 8 de la mañana. La belleza cada vez cuesta mas.

Ha terminado la boda y parece que todos nos hemos quedado sin objetivo. Hemos llegado a la meta a la vez y, por ahora, no hay ninguna competición para participar. Tendremos que inventar nuevos objetivos, porque correr sin meta no sirve. Una de mis hijas, Verónica, que no le gusta andar por el simple hecho de hacer deporte, necesita un objetivo que le impulse a caminar con ganas. Hay mucho de verdad en esta afirmación, porque cada vez hay mas tropezones que impiden el paso airoso. Ahora es problemático cumplir años. Esta alegría –me encanta el día del cumpleaños y que me llame gente que se ha acordado- empieza a ser una falta de respeto. Te entran ganas de decir: “Perdone, tengo más de sesenta años”. Todos los problemas de la economía española parecen estar centrados en esta gran cuestión. Se vive más y las pensiones no llegan. Hay dos posibilidades: trabajar durante más años, o morirse. Ninguna de las soluciones parecen buenas. Hemos conseguido felizmente alargar la vida y resulta que ese logro se ha convertido en un desequilibrio preocupante. Me pregunto ¿qué pasaría si se descubriera el elixir de la eterna juventud? Un descalabro. O solo sería asequible para los primero de la lista de Forbes, o los americanos nos liquidan con una bomba de gas sarín diciendo que es de Siria.

Humo para tapar la realidad. Siempre humo prohibido. En la boda de mi sobrino, una pequeña terraza fue la parte más solicitada para que los fumadores disfrutaran de su placer prohibido. Mientras, algunos valientes, con pipas de mentira –una reinvención de las orientales pipas de agua- miraban sus volutas de oxigeno rememorando el feliz tiempo del tabaco de verdad. Pero, amigos, el Gobierno y sus prohibiciones de no fumar en lugares públicos – que misterio mirar la espuma del café con un cigarrillo entre los dedos- mira con buenos ojos un nuevo proyecto donde se vuelve a permitir fumar. Para esta normativa han tenido que pasar por el aro de multinacionales que cambiarán el tabaco por millones de dudosa procedencia. Pienso en los numerosos bares y cafeterías que tuvieron que gastarse un dinero que no tenían, para acondicionar sales especiales para fumadores. Salas que poco después también se volvieron a prohibir. Muchos pequeños propietarios –posiblemente miles- perdieron el negocio en el camino por intentar adaptarse a la nueva normativa, Claro que en sus mesas se jugaba al mus y al julepe, no al poker. Ahora donde dije digo… Se está pensando en cambiar las leyes para que se permita fumar en la nueva ciudad del vicio que nos preparan en Madrid. La vida es un despropósito. Si se pudieran rebobinar las palabras, algunos se ahogarían con las letras. La señora del café con leche debe comerse un estanco entero de tabaco para que resulte creíble su discurso.