La resurrección de Notre Dame

Los amigos más íntimos de Oteiza aseguraban que el artista era de una minuciosidad perfeccionista increíble. Quizás, por esa cualidad, en su casa abundan los esbozos previos de las obras, sus numerosas tizas seguidas, como grandes edificios en miniatura. Todas las diminutas piezas guardan en su elocuencia el misterio de la chispa no creada de la inspiración. Hay un número indefinido de pequeñas Andra Maris en escayola; el visitante del museo posiblemente ignore el por qué. Es casi seguro que tampoco lo sepa el peregrino que se acerca hasta el santuario de Aránzazu para rezar y admirar el grandioso frontispicio de los apóstoles coronado por la Piedad de Oteiza.

Jorge era un hombre creyente y místico. No concebía este mundo sin la luz del final y, para él, esculpir a la Madre de Dios era un riesgo que le quitaba el sueño. Miguel Pelay Orozco, amigo y biógrafo del escultor, cuenta que era una placer ver al artista dar los últimos toques a su obra. Raramente se podía presenciar el febril final de una escultura, pero él –medio dormido en su estudio- pudo asistir el nacimiento de su Piedad. El artista se había levantado a las cinco de la mañana, ignoraba que su amigo estaba recostado en una silla al fondo de la estancia, y Pelay Orozco relata, así, aquellos minutos excitantes:

“Concentrado en su tarea, rompía el molde de escayola que guardaba la imagen que había modelado como modelo definitivo para la realización en piedra, de su Piedad. Con los ojos brillantes y el rostro encendido, recordaba en aquel momento a algún personaje balzaquiano, quizá algún avaro encerrado en su mansarde, contando y recontando ávidamente sus monedas. Cuando hubo aplicado el último golpe a su pequeño cincel, permaneció largo rato en silencio, contemplando religiosamente la imagen que acababa de surgir. Los cristales de sus gafas aparecían veteados de yeso y la prolongada ceniza de su cigarrillo combaba inverosímilmente sin terminar de caer. De pronto acarició con ternura aquel rostro virgíneo que se esbozaba en forma de corazón y lo besó con infinito respeto.”

Así, con la mismo cariño, le conocí. Tuve la suerte de llegar en el momento de más sensibilidad de su vida, cuando la mirada se humedecen con los recuerdos. No conocí su mal humor, sólo sentí su ternura. Quizás por eso, esta noche he vuelto a recordar al escultor vasco. Sentí que me rozaba el hombro porque, en el desastre del incendio de Notre Dame en Paris, hay un lugar para la sonrisa. Entre los cascotes de Notre Dame, quedaba inalterable la cruz y La Piedad. Envuelta en el dolor de la muerte del Hijo de Dios, después del descendimiento de la cruz, María mira la desolación que le rodea. Jesús en brazos inerte y aquel inmenso templo destrozado. Ella quiso quedarse para guardar el recuerdo en su corazón. Siempre será en la historia de París, un símbolo de resurrección.

La presencia de La Piedad

Fue el día de fuego de abril de 2019. La escultura se había realizado en el siglo XVIII por el artista francés Nicolás Coustou que, estoy segura, beso a la Virgen, como Jorge, cuando dio por terminada su obra, La Piedad. Y así, sin ninguna herida, fue la única testigo de la desolación. Tampoco se perdió la corona que le pusieron a Jesús para burlarse los soldados que le mataron. Es una circunferencia de espino trenzada de 21 centímetros, que se guarda dentro de un tuvo de cristal. No tiene espinas -según los estudiosos había 700 que están repartidas por todo el mundo. También se han salvado un clavo y un trozo de la cruz.

Es posible – ¿quién es capaz de entender a Dios? -, que esta catástrofe sirva para recordar -como decía Miguel Ángel- que “la muerte y el amor son las dos alas que llevan al hombre al cielo”.

Cómo los sueños son libres, quiero pensar, que Dios quería que ese grupo escultórico no desapareciera nunca, que permaneciera una corona sin espinas, un clavo y un madero de recuerdo del dolor. Quizás fueron los ángeles – convertidos en bomberos- quienes no dejaron pasar el fuego hasta esta cruz vacía, sin Jesús clavado en ella. Fue una resurrección silenciosa de esperanza. El arte es una obra del hombre hecha con las manos de Dios. Jorge Oteiza, uno de los artistas más creyentes que he conocido, decía, como un rezo:

“Yo, desde esta pequeña piedra, te entiendo, te descubro y te reconozco y te agrado y te acompaño. Ahora sí que estás contento. Desde esta pequeña piedra, yo también, Dios mío, soy feliz y estoy llorando de alegría verdadera. Pensando en Ti hago esta pequeña piedra. ¿Dónde está el río ahora, ese desesperado río que me empujaba hacía la muerte porque podía despreocuparme de Ti? Ahora que venga ese río y que mueva esta pequeña piedra, y no podrá”.

Todas las prohibiciones gubernamentales, no pudieron destruir la obra de Oteiza en Aránzazu. Fue prohibida en 1954, porque  “no se adecuaba a la estatuaria clásica eclesiástica”. Se suspendieron los trabajos, y los apóstoles quedaron catorce años tendidos en el suelo – “quisiera estar muerto”, decía Jorge-. Pero en los años sesenta se levantó la prohibición. El 17 de junio de 1968 llegaron los bloques para tallar La Piedad. El 21 de octubre, se colocó en lo alto de la fachada. “Fue la mayor felicidad de mi pobre vida, colocar aquella Piedad en la gran basílica de Euskal Erria”.

Dicen que cinco años, acaso diez, serán necesarios para reconstruir Notre Dame, pero la estructura ha quedado intacta. Todo no está perdido. Miguel Ángel fue criticado por hacer a la Virgen más joven que a su hijo y el artista italiano dijo: “las personas enamoradas de Dios no envejecen nunca”. Norte Dame volverá a ser el símbolo enamorado del Paris de siempre.