Rastro de tierra

Vivir con coherencia es lo más difícil del mundo. Es cómodo estar quieto y ver pasar los recuerdos sin pretender enmendarlos.

Había una vez un angelito chiquito que siempre estaba sentado en una nube. Tenía alas pero no sabía volar. Estaba todo el día y toda la noche agarrado a una estrella. En el cielo le llamaban el Sentao. Al celestial personaje le ocurría algo especial cuando pasaba Dios. Misteriosamente en el rastro de Dios podía volar. Sus alitas diminutas se movían felices y volaba y volaba hasta que se perdía en el cielo el rastro del Señor. Y volvía a sentarse sujetando su estrella. Una mañana luminosa vio que se acercaba hacia él una corte deslumbrante. Los arcángeles rodeaban a Dios y hablaban entre ellos. Algo importante iba a pasar. El angelito se agarró más fuerte a su estrella y cerró los ojos. Cuando los abrió el mismo Dios estaba en su presencia.

– Tengo un encargo muy importante para ti –le dijo- en Israel va a nacer un niño. Ese niño va a ser el Mesías prometido por los profetas y tú vas a anunciar al mundo su presencia.

El Sentao miró asustado a Dios. Él no sabía volar y Dios tenía que saberlo. El Altísimo era Dios y…

– No te preocupes. Yo trazaré en el cielo un rastro inmenso y por ese rastro podrás volar. Llevarás la estrella que tienes en la mano y saldrás ahora mismo como mensajero divino.

Y el angelito, siguiendo el rastro de Dios, voló a Oriente, a los campos de pastores y dejó su estrella sobre una casa de Belén que se iluminó con los rayos de luz que llevaba en las manos.

Cuando volvió al cielo su nombre cambió por el de Rastro de Dios.

En esta noche de abril pienso en este cuento y en tantos cuentos que llenan de recuerdos las páginas de nuestra vida. Siento que cada vez es más difícil encontrar el rastro de Dios. Las noticias diarias llenan de tormentas la claridad del sol. Queremos creer que hay angelitos, hadas y enanitos encima de setas de colores. Queremos creer en la primitiva, el cupón de los ciegos o la lotería. Cuando menos lo esperamos una montaña se derrumba y se cae la casa –nuestra casa– con toda la historia de la vida dentro. Un terremoto en Ecuador, otro en Japón y, cerca, en Ondarroa, el tiempo se ha parado para un montón de familias. En una precipitación de horas han tenido que pensar qué era lo más importante para salvar de la ruina. Con improvisadas maletas han podido rescatar, de la inevitable fuerza de la tierra, restos del pasado. Rastros de su dios diario, su hogar. Esta tragedia, tan cercana, hurga en las conciencias, en la cotidiana presencia de lo imprevisible. Las casualidades no existen y, sin embargo, ocurren. El azar es un mago con muchos brazos que se alargan y posan donde les da la gana. El equilibrio se rompe.

¿Qué se llevaría ahora mismo de su casa? Una foto, un cuadro, un traje, un reloj de cucú, un libro… Lo sé, todo y nada. Ante lo inevitable hay un rumor de adioses que se escriben sin letras en el alma. Empezar en blanco, cuando el cuaderno del día a día está casi escrito, es muy difícil. Borrar es doloroso y deja tanta miseria alrededor que es mejor volver a construir los recuerdos, como un niño que aprende a leer por primera vez. Dicen que mudarse de casa es una de las experiencias mas dolorosas. Mis hijos, y seguro que los suyos también, se han cambiado de casa en más de una ocasión. Tengo una hija que se ha mudado cinco veces. Su bagaje está lleno de sorpresas, alegrías, tristezas, idiomas distintos. Ha aprendido que la vivienda se puede cambiar, y el orden de los muebles se puede variar pero el amor y el tiempo sólo se pueden gastar. Son palabras bonitas que, aunque se repitan mil veces, son ciertas. El tiempo no se vende en ninguna tienda por muy lujosa que sea y por mucho dinero que se tenga.

Nuestro rastro no sirve de ruta para volar. Cada vez dejamos menos camino a nuestros hijos, y las alas son patrimonio de los ángeles. Los ángeles ¿existen o no existen? Quiero creer que están cerca.

El rastro de la naturaleza es el que nos domina, lo imprevisible, eso que se llama destino o providencia. Un sino que no queremos y nos marca sin pedirnos permiso. La propiedad de la tierra, la fuerza de la tierra, el poder de la tierra, los años que pasamos en esa tierra.

Escribo sin pesimismo, las letras y las historias son reales. Cada uno las lee como quiere, pero ocurren. Aunque pongamos un calendario, el tiempo no se fija en el número del día, en la fecha del mes o las cifras que tiene el año. Últimamente me da por pensar – no soy nada original porque nos lo decían con temor en el cole de pequeños– en qué haría si hoy fuera el último día. Como soy muy material, mientras escribo este artículo, me he levantado de la silla del ordenador y he preparado una copa ancha. Dentro he echado dos hielos, con parsimonia he abierto una lata de aceitunas rellenas y con un palillo he cogido dos –una para cada punta–, he partido un trozo de cáscara de limón y, cuando ya estaban los ingredientes, me he servido una porción de vermut. Me he vuelto a sentar con la pantalla delante y me he sentido –me siento– francamente bien. El primer sorbo es tan fascinantemente perfecto que quisiera compartirlo con ustedes. Aunque…algo me faltaba. Era el réquiem de Faure. La música, es sabor y, esa sensación de hacer lo que realmente quiero en este instante, es tan grandiosa que disfruto del instante como si estuviera en una terraza de Florencia viendo el Arno discurrir tranquilamente bajo el Ponte Vecchio. Este instante lo he sentido unas cuantas veces. No crea usted que uno cambia si le dicen que es el final. No es cierto que llamaría a todos sus hijos y les diría que les quiere –lo saben y pueden sorprenderse de sus repentinas efusiones (me ocurrió la primer vez que tuve la genial idea del fin, “pasa algo, mamá?”)–, ni que intentaría hacer desesperadamente el amor o comer todas las cosas que tiene prohibidas. Quizás llamaría a aquel amigo o amiga especial para tomar un café siempre pospuesto con un cigarrillo en los dedos. Seguiría viendo la televisión, leyendo la novela empezada y, es posible, que recuerde lo que no hizo por falta de arrojo, miedo, incertidumbre o cobardía que es lo mismo. Vivir con coherencia es lo más difícil del mundo. Es cómodo estar quieto y ver pasar los recuerdos sin pretender enmendarlos. El problema es que todo hay que hacerlo solo. Nadie le va a decir qué debe hacer para ser feliz. El rastro de Dios pasa una vez y, si no aprende a volar en él, se disipa. Según trascurre el tiempo me doy cuenta de que no hago lo que escribo. Coso pensamientos, como una bordadora puntadas, para saber lo que convendría hacer. Tengo que seguir ejercitando la experiencia del último día. Es posible que termine distinguiendo lo que es importante de la vida.