Sus Reales Majestades están muy lejos

Cuando Don Juan Carlos abdicó yo creía que hablaban de un santo que caminaba levitando por las calles y sobrevolando los países con unos dones naturales y sobrenaturales no concedidos a ningún mortal.

Quería haber escrito una carta abierta a sus Majestades los Reyes, pero no me sale. Es como mandar una misiva a Marte. Sabes que no llegará y, además, ignoras a quién ha de ir dirigida. Con esto de la realeza pasa lo mismo. Mirarían el remitente –desconocido- , el matasellos, -vulgar, de Portugalete-, el sobre -sin escudo- y al fin se amontonaría en esa correspondencia que no necesita contestación. Ni la abren, algo así como nosotros con las cartas del banco. Solo que, en nuestro caso, sabemos lo que dicen.

¿Cómo se podría encabezar una carta con destino a La Zarzuela? Queridos Reyes… No, por favor. En mi subconsciente pensaría que son los de Oriente y empezaría a pedirles muchas cosas como cuando era niña. A los Reyes de Madrid, no se les pide nada. Solo está permitido decirles cosas bonitas. Por eso, y sin carta,  diré que España tiene los Reyes más guapos, los más sonrientes, los más simpáticos, los más cercanos -¿?-, los más jóvenes. El Rey habla todos los idiomas exigidos y no exigidos por su rango. Es uno de los hombres más elegantes de Europa y viste con soltura los uniformes oficiales y militares de tierra, mar y aire como si toda la vida hubiera sido cadete, soldado o guardiamarina; quiero decir Almirante o General, porque nunca le hemos visto en una foto de chusquero raso. ¡Qué falta de educación por mi parte un lenguaje tan vulgar y plebeyo! Pero sigamos. Su Majestad la Reina ha subido todos los peldaños necesarios para estar  en el ranquin de las mujeres más bellas y mejor vestidas del mundo.

Y usted dirá ¿cómo ha sucedido? Pues cuestión de tiempo. Esto de destronar es una historia que se repite.

Felipe VI -inmediatamente al escribir este nombre me viene el del papa Pablo VI, quizás por el símil vaticano de que también hay dos papas-  como les decía, ha esperado con dignidad  que su real padre dejara las tareas del reino manteniendo su status real. Mientras, su Majestad antigua, es decir Don Juan Carlos, mira al horizonte plácidamente, después de previamente haber destronado a su padre para ser rey. No hay borradores reales indelebles. A fin de cuentas el pequeño Juan Carlos fue una especie de franquito chiquito que sirvió de juguete al caudillo. Mientras, Don Juan, Conde de Barcelona, y verdadero rey –si usted es amante de dinastías monárquicas sabe que fue así- tuvo que abdicar por obligación del Generalísimo y marcharse al extranjero. La inteligencia tiene sus inconvenientes. Claro que en este país tan original se olvidan  los grandes sucesos de la historia y, además, se tapan con infinidad de loas. Cuando Don Juan Carlos abdicó yo creía que hablaban de un santo que caminaba levitando por las calles y sobrevolando los países con unos dones naturales y sobrenaturales no concedidos a ningún mortal. Nunca he leído tantos elogios a su serena Majestad, escritos en periódicos, revistas, noticiarios y especiales. Los medios de comunicación se convirtieron por unos días  en auténticos  halagos para coleccionar en una hemeroteca especial dedicada al rey. Un rey nunca destronado. Un rey que había abdicado heroicamente en su hijo. ¡Pobre Conde de Barcelona, nadie le reconoció nada!

Yo, que siempre he sido despistada, no sabía que este monarca –que aún no se ha ido- nos había salvado de tantos desastres nacionales, ni que su amor a España era tan fuerte que su vida se convirtió en un continuo sacrificio para poder cumplir el destino que le exigía su sangre azul. Una sangre que le ha llevado a grandes heroicidades económicas, negociaciones internacionales, sacrificios familiares, valentía en el noble arte de la caza y diplomacia para sobrellevar las obligaciones de su cargo gracias a ajenas ayudas sentimentales, exigidas por sus desvelos. Las malas lenguas siempre han estado teñidas de envidia libidinosa. Lo curioso, y es digno de elogio, es la discreción de la prensa sobre algunos temas –porque su Majestad anterior tiene bastantes trapillos sucios que no ha conseguido limpiar ni utilizando a su hija y a Urdangarían de cabeza de turco. De todos modos ¡qué triste olvidar que en algún lugar del alma hay una trastienda, y en su historia una hija a la que han tachado de las fotos oficiales como si nunca hubiera nacido de los mismos padres! Pero las leyes lo arreglan todo. Su Majestad quedará libre de todas las culpas pasadas y presentes con una especie de indulgencia plenaria que le dará el aforamiento de intocable. Además, para acceder a ese privilegio ( para nuestra vergüenza hay muchos miles de aforados que han llegado a ese estado de gracia por el simple cargo) no tiene que hacer una confesión general y una comunión obligatoria como en la Iglesia Católica. Esta indulgencia laica se la van a conceder por vía de urgencia, antes de que los rumores alcancen a sus reales oídos.

Pues en fin, qué quieren que les diga. Yo, que soy republicana, estas historias reales me desconconciertan y también me asustan porque me preocupa seriamente que casi medio país viva pendiente de los trajecitos de la reina, los vestiditos de las infantas y sus peinados, y nadie se dé cuenta de que esta señora tiene anorexia y necesita comer un poquito más para poder ser ejemplo de la inocente juventud que la mira como modelo a imitar.

La verdad es que la corte madrileña esta lejos. Tan lejos como los cuentos de hadas. ¡Cómo me han gustado siempre las leyendas y las historias de princesas  y dragones, hadas y magos! Todo se desmorona, hasta los cuentos. Prefiero pensar en erase una vez en un país que se llamaba Nunca Jamas existió un rey bondadoso que tenía un hijo solitario. El rey mandó por todos los confines de la tierra mensajeros en busca de una doncella que le hiciera feliz. En un pueblito existía una muchacha que hablaba con las flores y los pájaros, pero esa muchacha no buscaba zapatitos de cristal sino el amor desinteresado de un muchacho que le hiciese feliz. Y… pues sigan ustedes la historia. Lo cierto es que el rey Felipe VI y la reina Letizia comieron perdices hasta hartarse. Bueno, la real dama tan solo tocó algún ala perdida en el plato para que no cambiara su impoluta figura ni se le corriera el color de la barra de labios.