La primavera, después

Un buen profesor de la universidad, Francisco Gómez Antón, nos contó que encontró en Nueva York una chica joven con un cartel que ponía: Soy ciega y no puedo ver la primavera. He recordado muchas veces esta frase, sin saber que alguna vez la iba a sentir como propia. Para todos nosotros ha llegado la primavera y la podemos ver desde la ventana. Imaginar las flores que en este mes han crecido sin que nadie las riegue. Los que no tienen vistas pueden ver jardines y parques rebosantes de flores. Quizás nunca le hayan interesado las rosas, las peonías o las margaritas, pero sé que al salir de este confinamiento, disfrutarán mirando la belleza y perfección de una camelia y la belleza serena de los lirios. Después de estos días, vamos a ser más buenos. El mundo se ha hecho persona y se vuelca ofreciendo lo que puede. La política no es un corral de gallos, sino un grupo de compañeros unidos para trabajar (las excepciones dan vergüenza). La compatibilidad se ha quedado lejos, con el tú más y los gritos exaltados. Hemos recuperado el silencio, el cariño, la posibilidad de hablar juntos en familia y utilizar el móvil para preocuparnos por nuestros amigos. El aire se ha llevado la contaminación, Venecia tiene limpios sus canales, las playas no tienen bolsas de plástico ni peladuras de fruta, en los bosque no se encuentran periódicos  arrugados y papel de aluminio de restos de merienda. Los corzos y los bambis  saltan felices entre las rocas sin oír los tiros de los cazadores, hasta los peces nadan indolentes sin ver las cañas...

Desde la residencia

Estoy aplaudiendo en mi habitación. Sola. Sé que nadie me oye. El personal sanitario está ocupado. Más ocupado que nunca en su vida. Cuando entran en la habitación para hacerme rehabilitación o traer el desayuno, sonríen como si aquí no pasase nada. Saben que la residencia -todas las residencias- es un lugar de riesgo, aunque, ya qué más da, el virus es un monstruo de mil cabezas que llega sin avisar. Entra por dónde le da la gana, por las ventanas, por las juntas de los muebles y hasta las grietas más escondidas del suelo. Es el rey del mundo, no podemos huir porque siempre nos encontrará la dama del alba, esa eterna visitante que ahora tiene cara de coronavirus, como la medusa, si le cortan una culebra de su pelo, nace otra y otra. No hay ningún Perseo que le arranque la cabeza sin mirarle a la cara para que muera. Dicen que Medusa era una sacerdotisa hermosísima de Atenea, los dioses estaban enamorados de ella. Poseidón, dios del mar, la violo y Atenea, enfurecida por la perdida de la virginidad de Medusa, la convirtió en Gorgona con el pelo de serpientes y los ojos ardientes; si alguien los miraba moría. Pero Perseo le cortó la cabeza y, de su sangre nació Pegaso, un caballo blanco alado, y galopó por el cielo con sus alas extendidas. Necesitamos que venga Pegaso con un montón de vacunas en sus lomos. Que llegue antes de que nos mire el virus y no podamos escondernos en ningún rincón, por muy oculto que esté en el universo. El coronavirus sabe que puede descubrirnos...

Coronavirus, Corinna y el rey

La información sobre el coronavirus es total. Se ha convertido en la música de fondo de nuestra vida. Lo sabemos todo y lo ignoramos todo. Nuestra cabeza busca porqués, recuerda películas apocalípticas. Con terror me viene a la cabeza, Inferno, aquella película, antes novela de Dan Brown, que pretendía propagar un virus por el agua para que desapareciera la mitad de la población. Ahora, Tom Hanks, protagonista de la catástrofe ficticia, se ha convertido en protagonista de la verdad del coronavirus. También está contagiado. El miedo es libre y cada uno puede fantasear a su antojo sobre la posibilidad de que detrás del coronavirus haya una mente destructora o una simple gripe. Con la idea de despejar por unos minutos el aire, les voy a contar chascarrillos y lo que le pasó a mi amiga Lucía, unos días antes de esta pandemia. En un centro comercial grande de libros y discos, donde casi todos tenemos hasta carnet, mi amiga Lucía fue a comprar una novela. Pidió que se la envolvieran para regalo. Diligentemente metió el libro en un sobre bonito y puso como cierre un anagrama del centro y lo metió en una bolsa. Por envolverlo así, le cobraban cincuenta céntimos. Lucía miró al dependiente y, con una serenidad seca, dijo que no lo quería. “Soy directora de una empresa nacional de publicidad y no estoy dispuesta a hacer publicidad gratis. Bueno gratis, no, pagando a su marca. La publicidad es muy cara. No voy contra usted, voy contra la empresa. Posiblemente, si usted me hubiera regalado el envoltorio y la bolsa para guardarlo, me hubiera callado, pero así...