Un limón y una calabaza para el nuevo año

Todo fue tan mágico y bonito que pensé “si vuelvo la cabeza seguro que ya no está porque era un cuento”.

Pues verán: al pie de mi limonero –no tengo jardín, pero sí un balcón grande- he encontrado un limón. Me he puesto a gritar de alegría y pena. Alegría, porque es la primera vez que consigo que las flores menudas se hagan limones, y pena, porque ese limón se había caído con la ventolera. Y, como en el poema de Tagore -“si lloras por haber perdido el sol, las lágrimas no te dejarán ver las estrellas”- resulta que he encontrado otro limón sin caerse. Casi temblando lo rozo con los dedos feliz, por el fruto ácido y maravilloso, porque ha crecido a mi lado sin yo darme cuenta. Es fascinante. Creo que el limón del suelo y el limón del árbol van a ser mis amuletos de suerte para el año del 13. Y también mis calabazas. Tengo un cesto de calabazas para dar calabazas – las de suspensos y mala suerte- al 2013, y empezar con una herradura en la mano. Estoy aburrida de los malos presagios, los nubarrones y las desgracias. Ya ni paga doble –un derecho que supuestamente se firma con el contrato laboral (¿no es algo así como 14 pagas?)- para disfrutar por unos días de compras locas. Es irritante que con el dinero robado -¿se puede decir de otra formas más elegante?- el Gobierno hable de las “caridades” que va a hacer a cuenta de todos. La verdad es que cada vez entiendo menos de economía y cada vez encuentro más injusta esa economía.

Con esta idea he ido al mercado a comprar flores, nísperos de invierno –un placer que sólo tienen las aldeanas- las primeras prímulas y manzanas. En un puesto nuevo –desde años tengo todos controlados y nos conocemos como de familia- he encontrado a un señor sonriente que tenía unas preciosos cajas de calabazas pequeñas. Cada calabaza era más bonita, como de cuento. Unas rupertitas -como las de aquel concurso televisivo “Un, dos, tres”- preciosas que parecían dispuestas a sonreír.

– Quiero tres –le digo feliz.
– Pues elige –me contesta el vendedor.
– Es que me gustan todas.

Un silencio. Pregunto precio y hago mis cuentas mentales. Una para cada uno de mis invitados. Estamos para la fiesta 22. Sólo hijos y nietos, 22 (y me falta mi nieto José Mari que está este año en Cape Cod estudiando inglés)

– Quiero -le digo- 22 calabazas.

Se sorprende y sonríe conmigo.

– Cojéelas tú misma.
– Son tan bonitas que me las llevaría todas.
– Pues te las doy todas por… Me quiero ir a casa y la gente no parece que está por calabazas.
– Me las llevo.

Los dos -vendedor y compradora- parecemos sumamente felices metiendo las calabazas en mi carro hasta que ya no caben mas.

– Y ahora ¿qué hacemos? Pensaba regalarte esta grande –y me enseña una preciosa calabaza de las que ahora ponen en los escaparates (pero de plástico) en Halloween- y no entra ya en el carro.
– No importa –le digo entusiasmada con mi compra regalo- voy a casa, vacío el carro y vuelvo.

Como una exhalación regreso con mi adquisición gozosa por el muelle. Les juro que no me pesaba el carro lleno hasta los topes con las calabazas, tres prímulas y una rosa blanca. Dejo el cargamento en la cocina y vuelvo a salir. El muelle nunca se me ha hecho tan corto. Volvemos a llenar el carro y, además, mi ángel vendedor -me ha dicho que era de Munguía- me ha sacado de debajo de su puesto otras dos calabazas más increíblemente bonitas. Al final nos hemos hecho amigos. Nos hemos felicitado las fiestas y le he prometido que gracias a él se acabaron las penas en mi casa. Mi mago de la buena suerte se llama Juan Luis y me encantaría volverle a ver de vez en cuando, porque me pareció un Olentzero que se aparecía en Portugalete exclusivamente para mí. Todo fue tan mágico y bonito que pensé “si vuelvo la cabeza seguro que ya no está porque era un cuento”. Impulsivamente he ido hacia él, le he abrazado y le he dado las gracias. Creo que la felicidad es un instante como éste.

Las guerras nunca se acabarán, pero, les aseguro, la paz no es un sueño. La paz es una continua tranquilidad personal que, como un buen pegamento, se pega instantáneamente. No hay que pedir cosas imposibles al Nuevo Año. La Paz Universal -con mayúsculas-, que acabe el Hambre en el Mundo y que cese la carrera de armamentos. Son deseos abstractos. Tópicos maravillosos que no están en nuestras manos. Pero, sí podemos trasmitir serenidad (es más fácil escribir la palabra que cumplirla), no enfadarnos por bobadas y pasar por alto los errores que vemos en los demás y que otros verán en nosotros.

Tengo limones -¿por qué los regalarán a las personas desagradables si el jugo es riquísimo y la tarta de limón un sueño?-, calabazas para decorar y para hacer cabello de ángel, una familia estupenda, un ordenador para escribirles a ustedes y para inventarme historias noveladas para gente que no conozco y algún día serán mis lectores… No necesito más para ser feliz. Hasta he encontrado una deliciosa pajarería en Santurce que ha adoptado a mi periquito viudo y le ha emparejado con una periquita preciosa. Creo que la felicidad hay que cogerla de camino. Busquen en su balcón. Igual encuentran un limón caído y en el mercado un sonriente vendedor de calabazas.

El número 13 es un número de suerte. Olvide los malos augurios. ¡Feliz Año Nuevo!