Tiene usted razón

Tiene usted razón

Por teléfono no se pueden recetar ansiolíticos sin ver ni escuchar al paciente. Antes la atención personal del médico de familia prevenía muchas enfermedades mentales, porque los doctores remitían a sus enfermos a los psiquiatras o a los psicólogos El Dr. Antonio Pérez se dio cuenta de que se había equivocado de profesión cuando comprobó que sentía lo mismo que contaban sus pacientes. «Tiene usted razón», se convirtió en el mantra que repetía cada media hora. A él le pasaba lo mismo. No tenía ganas de hacer nada, quería quedarse en la cama todo el día, el mundo se le caía encima y no sabía darse consejos a sí mismo. El desconcierto fue en aumento cuando la siguiente paciente, con un chiguagua en la mano, le aseguró que se había reencarnado en su perrito y, le cuidaba tanto, que había dejado de comer ella para alimentar a su criatura. Volvió a oír la pregunta: ¿qué le parece, doctor? «Qué usted tiene toda la razón del mundo, hasta el chucho es su viva imagen». Al final del día tuvo una sensación de placidez porque todos sus enfermos salían con una serena sonrisa. Oían lo que querían oír, aunque él se quedaba en sus cuatros paredes con el perro de la señora, las páginas en blanco de un escritor sin ideas y los lienzos del pintor que había olvidado los colores. El Dr. Pérez, como muchos médicos de antes, escuchaba hasta las más rocambolescas enfermedades, a veces, imaginarias, pero, normalmente desarreglos del cuerpo humano que sus pacientes venían a consultarle. El Dr. Pérez tuvo que ir a un psiquiatra, porque pensó...

Adiós a las armas

Luego, después de muertos, les llamamos héroes. Nosotros hubiéramos preferido jóvenes que se hicieran hombres en sus hogares y esposas enamoradas. No queríamos niños huérfanos y viudas con medallas. Euskadi fue culpable de muchos delitos. Me duele inmensamente decirlo, pero negarlo hubiera sido falso. Alguien muy sabio decía que ante las atrocidades tenemos que tomar partido. El silencio estimula al verdugo y el silencio ha sido incoherente, negro, sin valentía. Los responsables políticos raramente han condenado contundentemente la violencia de ETA. Esos chicos, ¡qué vamos a hacer con estos chicos! Han tenido que pasar muchos años para que haya una valiente declaración de rechazo. Después ha sido más fácil el perdón público a las víctimas. Hace diez años me emborraché con champán –cava como se dice correctamente si la botella no es francesa–. Estaba ebria de felicidad: ETA abandonaba las armas. Ante los criminales hay que tomar partido, pero nunca, hasta estos últimos años, algunas formaciones políticas de esta tierra han hecho nada para que ETA desaparezca. Las víctimas de ETA han servido para conseguir más votos, eran manejadas como muñecos de guiñol. Utilizadas en campañas electorales, mientras la organización terrorista se ponía temporalmente una piel de cordero. Se olvidan los casi mil asesinatos. Gracias a Dios, no a los hombres, la cordura llegó a unos violentos que querían dejar de serlo porque habían apuntado directamente a los ojos de inocentes. Fueron los demonios particulares que confundieron la paz con falsos derechos humanos –¡algo habrá hecho!–, ya las palabras nos sobran. No me voy a volver a emborrachar, pero, sí tomaré una copa por la persona –alguien anónimo, sin...

Descansar antes de estar cansado

Tengo tres relojes. Los tres se han quedado sin pila y no funcionan. Las pilas son un poco especiales y no se pueden poner en cualquier relojería. Así, con esta disculpa, he ido perdiendo las horas con el mañana que iba a llevar los relojes. Como son bonitos, durante estos días, me los he puesto de adorno, pero ayer fue trágico. Fiándome del móvil, puse una hora –7.45– para despertar y me equivoqué con otra hora. Tenía que haber marcado 6.45. Llegué tarde a un acto cultural y me sentí profundamente avergonzada porque no tuve tiempo ni de elegir la ropa apropiada, maquillarme y peinarme bien. El resultado fue nefasto. Había quedado a la puerta del teatro con mis amigas y, cansadas de esperar, entraron tarde en la sala y preocupadas, porque no sabían qué me había pasado. Además, me encontré a gente que no había visto hace años. Por supuesto, fui de cabeza por mi falta de cabeza. Como una luz en pleno día, he descubierto la razón; estoy dentro de una inmensa torre de pereza que me oculta la realidad. Llevo un tiempo diciendo lo que voy a hacer, los proyectos que tengo y a los compañeros que mañana voy a llamar. También he observado –me he observado– que se me ocurre iniciar historias por la noche. Y siempre tengo una vocecita interior con cara de diablillo que me dice: cierra el ordenador y descansa si no mañana no podrás hacer nada. Y me creo esta supuesta obligación y, «justificada», me voy a la camita tan tranquila. Mañana. Mañana es la palabra de oro. Todo lo haremos...
La vida en una cadena

La vida en una cadena

Cuando pasen miles de años, igual la Tierra vuelve a enfadarse y se abrirá en el mismo punto que se ha cerrado. Quizás entonces, aparezca la muñeca de Clara que se quedó sentada en el jardín viendo cómo un gigante la robaba para hundirla en la profundidad del mar. Clara se ha quedado en una esquina de la playa y mira con ojos vidriosos el final de su muñeca y de tantas muñecas aplastadas por el volcán. Ella no sabe decir qué siente. Sus vivencias son cortas, de niña. Nunca pensó que la montaña le iba a comer su casa, sus flores, su camita. Todo se lo ha llevado el volcán en un borbotón de rabia. Pienso en tantos niños y niñas que han visto su mundo sepultado dentro de las entrañas de la Tierra. Los habitantes de La Palma deben de estar ahogados de tantos abrazos y solidaridad que les mandamos. La pena es que son solo palabras y las palabras no sirven de nada. Saber la verdad no soluciona las incógnitas. En estos días de incertidumbre, la Tierra les echa de su lecho. Quiere ocupar ella sola la isla, por eso ha empezado a gritar desde el cráter del volcán. Sus alaridos ardientes han comido las casas que había cobijado con su presencia de paz. Pensaban que la montaña de fuego solo les iba a trasmitir el calor amoroso de su corazón. Los latidos de la Tierra han estremecido a los habitantes de la isla que, asustados, han abandonado sus cosas y no saben si quedará un lugar para permanecer, impotentes, viendo cómo todo desaparece para convertirse...