Gorriones

Pájaros y flores. Cuando queremos descansar la cabeza, intentamos ponerla en blanco por unos minutos,  pensamos en pájaros y flores. Normalmente es una frase hecha, no corresponde a la realidad. Nuestra preocupación -la que sea- sigue martillando la cabeza, pidiendo el protagonismo que le corresponde. Buscar árboles, margaritas y ruiseñores son fantasías que difícilmente se dibujan en nuestro día a día. El deseo de serenidad puede llevarnos a dar un paseo al lado del mar, respirar la brisa y poco a poco, cada tema se ubica ordenadamente. Estamos libres. Nos da igual el ahorro energético, las visitas de Nancy Pelosi, los misteriosos pinchazos anónimos a mujeres que están de fiesta, que el Papa quite poder al Opus Dei y la cantante Bayonce copie una canción en su nuevo disco Energía. Tampoco nos importa el orden o desorden de Feijóo en su partido, que un fluido- procedente del cerdo- pueda terminar con la donación de órganos, un buitre se pasee por Madrid y las gaviotas reinen en la playa de la Concha. Nada logra sorprender. Pero… Después de la dulce caminata, nos sentamos en una terraza a la sombra y pedimos un pincho de tortilla con un vino blanco. Un suspiro, cerramos los ojos y, en ese momento, justo en ese instante en que los pájaros y las flores llenan su cabeza de paz, llegan los gorriones. Un montón de gorriones se abalanzan sobre nuestra tortilla, estirando el pan de pico en pico como una manada de elefantes. Intentamos espantarlos, tarea imposible y, además, se nos han quitado las ganas de comer el pincho de tortilla lleno de pio, pio,...

Adiós a las armas

Luego, después de muertos, les llamamos héroes. Nosotros hubiéramos preferido jóvenes que se hicieran hombres en sus hogares y esposas enamoradas. No queríamos niños huérfanos y viudas con medallas. Euskadi fue culpable de muchos delitos. Me duele inmensamente decirlo, pero negarlo hubiera sido falso. Alguien muy sabio decía que ante las atrocidades tenemos que tomar partido. El silencio estimula al verdugo y el silencio ha sido incoherente, negro, sin valentía. Los responsables políticos raramente han condenado contundentemente la violencia de ETA. Esos chicos, ¡qué vamos a hacer con estos chicos! Han tenido que pasar muchos años para que haya una valiente declaración de rechazo. Después ha sido más fácil el perdón público a las víctimas. Hace diez años me emborraché con champán –cava como se dice correctamente si la botella no es francesa–. Estaba ebria de felicidad: ETA abandonaba las armas. Ante los criminales hay que tomar partido, pero nunca, hasta estos últimos años, algunas formaciones políticas de esta tierra han hecho nada para que ETA desaparezca. Las víctimas de ETA han servido para conseguir más votos, eran manejadas como muñecos de guiñol. Utilizadas en campañas electorales, mientras la organización terrorista se ponía temporalmente una piel de cordero. Se olvidan los casi mil asesinatos. Gracias a Dios, no a los hombres, la cordura llegó a unos violentos que querían dejar de serlo porque habían apuntado directamente a los ojos de inocentes. Fueron los demonios particulares que confundieron la paz con falsos derechos humanos –¡algo habrá hecho!–, ya las palabras nos sobran. No me voy a volver a emborrachar, pero, sí tomaré una copa por la persona –alguien anónimo, sin...
Conde de Barcelona

Conde de Barcelona

Pues, verá, a mí el rey me da igual y la reina -con c o con z- lo mismo. Pero, la mala educación me molesta y no saludar con el debido respeto al jefe de estado está mal, aquí y en la luna. No sé qué hubiera pasado en Inglaterra si su majestad recibiera semejantes desplantes. En fin, como decía aquel, allá su conciencia, aunque la dignidad no está reñida con la ideología. A Felipe VI le trataron como a un repartidor de supermercado. Con estas historias cotidianas me he acordado de la magnifica serie The Crown; la vida y milagros de la corte británica nos ha tenido a todos embobados. Creo que la casa real española también daría juego en un culebrón televisivo. Aquí hay de todo, buenos, malos, mediocres y menos mediocres. Desde que Franco convirtió el país en monárquico de nuevo, por su graciosa gana, volvimos a tener coronas, armiños y terciopelos, cenas de gala y numerosos actos con protocolo intocable. Lo de intocable es un decir. Hace años -no tantos- este artículo no podría haberlo escrito porque no se podía opinar sobre sus majestades. El tiempo vuelve al cauce la normalidad y esta corte es, como todas las cortes, un añadido que sobra, pero el conjunto es digno de un gran serial. Don Felipe quiere volver a ser -en realidad lo es- conde de Barcelona, como su abuelo don Juan, el más inteligente de la familia (por ser más espabilado, el generalísimo se lo quitó de en medio sin que le temblara la mano). Así, de pronto nos encontramos con un palacio, unos nobles y...

Ahora no jugar con bombas

Pues, verá, creía que definitivamente la violencia se había ido en el silencio del olvido. Cuando ETA dejó las armas, tomamos champán, reímos, descansamos y fuimos felices. La paz nos rodeó, como una novia, con su tul blanco, y una amplia sonrisa iluminó el cielo y la tierra de Euskadi. En nuestra tierra, el separatismo se vivió – y se vive- puertas a dentro de las casas y de las calles. Siempre fue un sentimiento secreto que los recios vascos no quisieron mezclar con la violencia, no era -ni es- una acción vergonzosa. Cataluña, hermana en mil historias semejantes, ha sorprendido, como una loba perdida en tierra de nadie. Cierto que no veo bien que políticos catalanes estén encarcelados mientras su líder pasea su melena por Europa, viviendo en una especie de castillo napoleónico que suena a derrota. Puigdemont insiste en ser un líder del exilio. Un exiliado vergonzoso, porque si hubiera sido un catalán valiente estaría con sus compañeros en la cárcel. Este es otro cuento. Para los empresarios separatistas “Puigdemont huyó para evitar que le lincharan los suyos por traidor”. Y de pronto, cuando hay una espera anhelante para los encarcelados -una sentencia que dibuja muchos interrogantes- unos insensatos quieren imponer su violencia particular para revindicar -revindicar qué- este preámbulo ingrato de la inocencia de los procesados. No sé lo que vuela dentro de la cabeza de algunos catalanes que se aferran a posturas absurdas, revindicando libertades. El pasado lunes la Audiencia Nacional detuvo, acusados de terrorismo y tenencia de explosivos, a nueve miembros de los Comités de Defensa de la Republica (CDR). Para el presidente de...

Las cavilaciones de Pedro Sánchez el viernes

Sí, no, sí, no, sí, no. Terminó de deshojar una margarita y comenzó otra. De nuevo sí, no, sí, no. Cogió una tercera y otra y otra.  Al final, el prado donde estaba sentado -su escaño del Congreso- se había quedado lleno de menudos pétalos blancos y pompones amarillos rotos, como mimosas desperdigadas fuera de estación. Ya no recordaba por qué pétalo había empezado. Cerró los ojos y se levantó. Nada. Nada había servido para solucionar el problema -¿realmente había querido solucionarlo?-. Sonrió al entrar en el coche. “Exploraré otras situaciones”- se dijo. Tenía claro, clarísimo, que quería ser presidente, quería ser el gran girasol que, aunque tenga que girar a un lado y a otro, es la margarita más grande que existe. Una pena, amarilla. El color amarillo le había quitado más de una noche de sueño. En el duermevela, ese estado en que no se está ni dormido ni despierto, había pensado que quizás, más adelante, podría convocar elecciones catalanas. La verdad es que no sabía cuándo. Le pasó igual que con la margarita. Mientras el coche iba por la Carrera de San Jerónimo, recapacitó. Cada día la vida seguía dándole una sorpresa nueva. Pablo Iglesias no aceptó ninguna de sus propuestas, igual que con su historia de la margarita, no terminó de decidirse. Quería más, mucho más. “Pero nosotros -meditaba el presidente en funciones- intentamos en serio un gobierno de coalición y Unidas Podemos lo cerró. No nos queda vía en esa negociación”. Pablo Iglesias se había equivocado. Ni con fiebre alta hubiera imaginado hace cinco años haber dudado ante una situación semejante. Los ministerios que...

Las concertinas de Venezuela

HACE muchos, muchos años, tantos que ni me acuerdo, estuve en Venezuela. Conocí una Caracas caótica para conducir en coche y el mayor aeropuerto de aviones privados del mundo. Estaba invitada a almorzar en casa de unos vascos exiliados y, como en todos los países y casas del globo, la TV estaba en un lugar de honor. Allí, al lado de La Guaira, mientras comía una bolita de una especie de pan típico, las migas se me cayeron de la boca. En la pantalla aparecía el rey Juan Carlos abucheado en la casa de Juntas de Gernika. Me pareció una especie de cómic o un corta y pega de broma. Ahora es Venezuela la que no me permite ver sin espanto la situación que viven. Desde entonces, he seguido los vaivenes de un país que no terminaba de asentarse en su tierra. Movedizo, iba cambiando de presidentes mientras los venezolanos -a mí me parecieron pacíficos- iban aceptando a sus mandatarios con la calma obligada, a veces querida y otras no querida, que supuestamente habían elegido. Cuando Nicolás Maduro subió al poder, el mundo se enteró de que había un señor que gritaba mucho y hablaba continuamente de un país bolivariano en el que mandaba. Nicolás Maduro fue la gran incongruencia de América del sur. Un reyezuelo que no permitía que nadie viera su castillo ni osara abrir una ventana para ver qué pasaba dentro. Venezuela, que había sido el país rico de América Latina, se encuentra ahora sumida en la pobreza. El chavismo trajo a Venezuela todos los errores de la economía: corrupción, deuda pública, criminalidad, tráfico de cocaína, miseria e...