Adiós, Caperucita

Adiós, Caperucita

Encontré a Caperucita después de muchos, muchas años. Parecía igual, con su flequillo rubio, los ojos grandes y ese ligero parecido a mí que siempre -sin darme cuenta- tenían mis dibujos. El cuadro me lo recuperó mi amiga María, tras un penoso desguace de una guardería. Trajo el cuadro a casa y, como era muy grande, lo pusimos en la entrada de nuestro ático. María es mi vecina pianista. (Es una delicia escucharle al atardecer, cuando ha terminado de dar clases a sus numerosos alumnos pequeños y mayores) Nos pareció que, aquella niña, con su vestido azul y su cápita roja, recibiría a nuestros amigos cálidamente. Quedaba tan bonita contra la pared… No parecía que hubiesen pasado tantísimos años sobre ella. Seguía siendo una chiquilla sonriente y confiada que iba al bosque a casa de su abuelita. Necesitaba algún retoque. El cielo había perdido color. Cuando lo pinte -a guache- era azul, casi turquesa. La cestita y el vestido seguían perfectos. Al acercarme más, vi unos puntitos extraños. Será polvo, pensé. Lo limpie con un trapo y al pasar los dedeos por los pequeño desperfectos, vi, con espanto, que eran marcas de polilla. Los agüjeros mortíferos, habían empezado a corretear por el cielo, como gotitas de lluvia de primavera. Llamé a la puerta de María, las dos contemplamos a la Caperucita que, a pesar de su cara infantil, se había hecho vieja. Se había convertido en una bruja peligrosa en nuestro descansillo. Asustadas, cuando se hizo de noche, con una pena de niñas con su muñeca rota, la tiramos al contenedor de la basura. Cuando subimos en el ascensor,...