Desde la residencia

Estoy aplaudiendo en mi habitación. Sola. Sé que nadie me oye. El personal sanitario está ocupado. Más ocupado que nunca en su vida. Cuando entran en la habitación para hacerme rehabilitación o traer el desayuno, sonríen como si aquí no pasase nada. Saben que la residencia -todas las residencias- es un lugar de riesgo, aunque, ya qué más da, el virus es un monstruo de mil cabezas que llega sin avisar. Entra por dónde le da la gana, por las ventanas, por las juntas de los muebles y hasta las grietas más escondidas del suelo. Es el rey del mundo, no podemos huir porque siempre nos encontrará la dama del alba, esa eterna visitante que ahora tiene cara de coronavirus, como la medusa, si le cortan una culebra de su pelo, nace otra y otra. No hay ningún Perseo que le arranque la cabeza sin mirarle a la cara para que muera. Dicen que Medusa era una sacerdotisa hermosísima de Atenea, los dioses estaban enamorados de ella. Poseidón, dios del mar, la violo y Atenea, enfurecida por la perdida de la virginidad de Medusa, la convirtió en Gorgona con el pelo de serpientes y los ojos ardientes; si alguien los miraba moría. Pero Perseo le cortó la cabeza y, de su sangre nació Pegaso, un caballo blanco alado, y galopó por el cielo con sus alas extendidas. Necesitamos que venga Pegaso con un montón de vacunas en sus lomos. Que llegue antes de que nos mire el virus y no podamos escondernos en ningún rincón, por muy oculto que esté en el universo. El coronavirus sabe que puede descubrirnos...