Luego, después de muertos, les llamamos héroes. Nosotros hubiéramos preferido jóvenes que se hicieran hombres en sus hogares y esposas enamoradas. No queríamos niños huérfanos y viudas con medallas.
Euskadi fue culpable de muchos delitos. Me duele inmensamente decirlo, pero negarlo hubiera sido falso. Alguien muy sabio decía que ante las atrocidades tenemos que tomar partido. El silencio estimula al verdugo y el silencio ha sido incoherente, negro, sin valentía. Los responsables políticos raramente han condenado contundentemente la violencia de ETA. Esos chicos, ¡qué vamos a hacer con estos chicos! Han tenido que pasar muchos años para que haya una valiente declaración de rechazo. Después ha sido más fácil el perdón público a las víctimas. Hace diez años me emborraché con champán –cava como se dice correctamente si la botella no es francesa–. Estaba ebria de felicidad: ETA abandonaba las armas. Ante los criminales hay que tomar partido, pero nunca, hasta estos últimos años, algunas formaciones políticas de esta tierra han hecho nada para que ETA desaparezca. Las víctimas de ETA han servido para conseguir más votos, eran manejadas como muñecos de guiñol. Utilizadas en campañas electorales, mientras la organización terrorista se ponía temporalmente una piel de cordero. Se olvidan los casi mil asesinatos. Gracias a Dios, no a los hombres, la cordura llegó a unos violentos que querían dejar de serlo porque habían apuntado directamente a los ojos de inocentes. Fueron los demonios particulares que confundieron la paz con falsos derechos humanos –¡algo habrá hecho!–, ya las palabras nos sobran. No me voy a volver a emborrachar, pero, sí tomaré una copa por la persona –alguien anónimo, sin duda– que dijo a sus compañeros basta ya.
El Talmud dice que la paz para el mundo es como la levadura para el pan. Hemos comido mucho pan sin fermentar.
Aquí exportamos armas. Hasta pistolas de oro. Nuestro país es el séptimo del mundo en exportación de armas. El Gobierno central lo dice orgulloso. En Estados Unidos hay más de un arma por habitante –incluyendo hasta los niños–. Armas de fuego que también sirven para las guerras de Afganistán, por ejemplo. Luego hay que mandar ayuda humanitaria, pero esta ayuda innumerables veces se queda entre las manos manchadas de sangre de personas muy respetables. Aquí no guardamos armas en cajones ocultos de casa, aunque hemos disparado sin piedad con una venda en los ojos. El no querer saber es una falta de culpabilidad.
ETA, por fin, encontró el fin de su camino torcido. Un camino que no se hacía al andar, como los versos de Machado. Se firmó un acuerdo para terminar una guerra sin sentido. Hubo hombres que, en nombre de la paz, estuvieron en primera línea de fuego para conseguir la paz. Luego, después de muertos, les llamamos héroes. Nosotros hubiéramos preferido jóvenes que se hicieran hombres en sus hogares y esposas enamoradas. No queríamos niños huérfanos y viudas con medallas, envueltas en banderas de tela de cualquier ideología. Los símbolos materiales no sirven de nada cuando el miedo se había instalado en Euskadi como un continuo protagonista que nos impedía dormir con serenidad. No estábamos seguros en el supermercado, tomando vinos con nuestras cuadrillas, en las calles camino al trabajo. La paz ha sido un regalo que hemos tenido que comprar con lazos, flores y sedas manchadas de rojo.
Ahora, yo sí quiero el acercamiento de los presos –lo he querido siempre– y soy contraria a la pena de muerte. Quiero el perdón –y lo ofrezco al más allá, todos los días– pero que la memoria no olvide.
Hoy brindo por los que quisieron limpiar definitivamente nuestras calles de sangre. Vivimos en una tierra muy bonita. Brinden conmigo con una sonrisa de paz. Una sonrisa natural, sin forzar. Una sonrisa digna de los hombres de paz que se cobijan dentro de estos bosques verdes y estas olas de mar peinadas por el viento.