Cambiar belleza por vulgaridad

Es otoño en Euskadi, una de las más bonitas estaciones. Cuando veo charcos de agua, vuelvo a desear ser niña y, con unas katiuskas de goma, chapotear feliz. La vida son pequeños instantes de felicidad. En casa de mi hija Verónica vamos a celebrar, con una fiesta, la caída de las hojas. Cada invitado tenemos que llevar una hoja. Esta mañana he buscado una bonita, pero todas me parecían viejas, arrugadas. Y en verdad son viejas y arrugadas. Se termina el tiempo. El otoño es el final del año, época de comienzo de proyectos. Octubre es, como enero. Queremos empezar, aunque la voluntad nos falte. Vamos a hacer un plan semanal -pensamos- con Pilates, andar todos los días, estar menos tiempo sentado en el sofá. En vez de TV, oiremos música, cultivaremos un hobby, cuidaremos las plantas, empezaremos el curso con ilusión… En mi agenda interior ya he cerrado la televisión. Anoche -antes de empezar mi plan de reconversión- dormí mal. Pasaba de uno a otro programa, me parecían tristes y vulgares. La oferta era tan pobre que fue mejor abrir Storytel (donde te leen una novela, ensayo o narración histórica), escuchar un concierto, una canción de Rosalía o un tema de Andrea Bocelli. Elegí en Spotify. el Otoño de Vivaldi. Me siento deprimida, para las mentes pensantes, somos una especie de bazofia que hay que alimentar con bazofia. La vulgaridad de los concursos, con palabras y gestos soeces, es desesperante. La programación va perdiendo las riendas de lo correcto. Los políticos -¡cómo no, con lo fácil que es!- se han sumado a ese carro de mal gusto. Recientemente...

Adiós a las armas

Luego, después de muertos, les llamamos héroes. Nosotros hubiéramos preferido jóvenes que se hicieran hombres en sus hogares y esposas enamoradas. No queríamos niños huérfanos y viudas con medallas. Euskadi fue culpable de muchos delitos. Me duele inmensamente decirlo, pero negarlo hubiera sido falso. Alguien muy sabio decía que ante las atrocidades tenemos que tomar partido. El silencio estimula al verdugo y el silencio ha sido incoherente, negro, sin valentía. Los responsables políticos raramente han condenado contundentemente la violencia de ETA. Esos chicos, ¡qué vamos a hacer con estos chicos! Han tenido que pasar muchos años para que haya una valiente declaración de rechazo. Después ha sido más fácil el perdón público a las víctimas. Hace diez años me emborraché con champán –cava como se dice correctamente si la botella no es francesa–. Estaba ebria de felicidad: ETA abandonaba las armas. Ante los criminales hay que tomar partido, pero nunca, hasta estos últimos años, algunas formaciones políticas de esta tierra han hecho nada para que ETA desaparezca. Las víctimas de ETA han servido para conseguir más votos, eran manejadas como muñecos de guiñol. Utilizadas en campañas electorales, mientras la organización terrorista se ponía temporalmente una piel de cordero. Se olvidan los casi mil asesinatos. Gracias a Dios, no a los hombres, la cordura llegó a unos violentos que querían dejar de serlo porque habían apuntado directamente a los ojos de inocentes. Fueron los demonios particulares que confundieron la paz con falsos derechos humanos –¡algo habrá hecho!–, ya las palabras nos sobran. No me voy a volver a emborrachar, pero, sí tomaré una copa por la persona –alguien anónimo, sin...

El perdón da paz, gracias

La premonición existe. La noche del jueves, que no podía dormir, me levanté de la cama y tomé una copa de cava y me comí un bombón. Ayer por la mañana, día 20, viernes de abril, al despertarme, me sorprendí de esta reacción extraña, desconcertante. ¿Por qué? ¿Por qué tomar a sorbitos pequeños y a oscuras, mirando la ría, esta bebida en total soledad? No lo sé, pero me sentía bien. Había levantado la copa y brindado no sé por qué ni por quien. No tengo conciencia de ninguna palabra. Quizás en esa profundidad del alma inconsciente, la que anuncia sin saber que algo bueno va a ocurrir, yo presentía que iba a recibir la mejor noticia del día. ETA, por primera vez, me pide perdón a mí por la muerte de mi marido, José María Portell. Me dice que lo siente y he notado esas palabras exclusivamente para mí. Me uno a las 800 personas que han sufrido durante tantos años, como yo; me uno a los asesinados, a los secuestrados, a los que tuvieron que dejar su querida tierra por amenazas. Me alegro por mi padre que recibió un impuesto revolucionario falso de ETA y murió arruinado. Las palabras de perdón son para mí. Cuando escribo son las 8 de la mañana y después del café tendría que abrir otra botella de champán, pero a esta hora no es el momento, me como un bombón. Desde mi corazón he de decir que recuerdo. Recuerdo en presente y con infinito dolor el cuerpo ensangrentado sin vida de mi marido. En su gesto se leía: ¿Por qué? Durante años...

Euskadi es una tierra doliente que ha vivido años muy amargos intentando mantener su señorío interior.

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