Tengo tres relojes. Los tres se han quedado sin pila y no funcionan. Las pilas son un poco especiales y no se pueden poner en cualquier relojería. Así, con esta disculpa, he ido perdiendo las horas con el mañana que iba a llevar los relojes. Como son bonitos, durante estos días, me los he puesto de adorno, pero ayer fue trágico. Fiándome del móvil, puse una hora –7.45– para despertar y me equivoqué con otra hora. Tenía que haber marcado 6.45. Llegué tarde a un acto cultural y me sentí profundamente avergonzada porque no tuve tiempo ni de elegir la ropa apropiada, maquillarme y peinarme bien. El resultado fue nefasto. Había quedado a la puerta del teatro con mis amigas y, cansadas de esperar, entraron tarde en la sala y preocupadas, porque no sabían qué me había pasado. Además, me encontré a gente que no había visto hace años. Por supuesto, fui de cabeza por mi falta de cabeza. Como una luz en pleno día, he descubierto la razón; estoy dentro de una inmensa torre de pereza que me oculta la realidad.
Llevo un tiempo diciendo lo que voy a hacer, los proyectos que tengo y a los compañeros que mañana voy a llamar. También he observado –me he observado– que se me ocurre iniciar historias por la noche. Y siempre tengo una vocecita interior con cara de diablillo que me dice: cierra el ordenador y descansa si no mañana no podrás hacer nada. Y me creo esta supuesta obligación y, «justificada», me voy a la camita tan tranquila.
Mañana. Mañana es la palabra de oro. Todo lo haremos mañana y, para mi vergüenza, lo primero que he hecho hoy, después de ducharme, ha sido ir a comprarme un reloj. Es negro, feo y con números grandes, para verlos bien. Me ha costado 29 euros. Por ese precio he pensado que me merecía saber la hora, sin mirar continuamente al móvil. Al volver a casa con mi negra pulsera conventual, he leído en un libro –las casualidades no existe– un máxima que decía: «Una persona perezosa es un reloj sin agujas, siendo inútil tanto si anda como si está parado». Es de Willian Gouper, un señor que me ha dado un garrotazo en la cabeza porque mis tres relojes tenían agujas, pero no tenían corazón. Había silenciado su tic-tac por indolencia. Esa palabra indolencia suena bien, como si fuera despistada. Y sí, soy despistada, también estoy indolente con lo que se demuestra que no tengo ganas de hacer nada. No vivo en la indolencia, vivo dentro de una apatía que me hace estar cansada. Además, estoy triste. Un señor tan sabio como Séneca decía que la tristeza, aunque esté fundada (siempre se encuentran razones), muchas veces sólo es pereza. Nada necesita menos esfuerzo que estar triste.
La miseria humana es grande. La inspiración te coge trabajando y, algunos días, me veo sentada en una butaca sin un libro en las manos ni ver una sencilla serie. Tchaikowsky, seguro que a usted le gusta su música tanto como a mí, pensaba que la inspiración es un invitado al que no le gusta visitar a gente perezosa. Así, de golpe y porrazo, me han tachado las musas de los cielos; han decidido que no vienen a mi cabeza, porque me he puesto un gorro muy tupido que no me deja ver el pelo ni que entren pensamientos bonitos.
Aquí voy a dejar las líneas esta noche y mañana seguiré porque ese mañana me parece lejos. Tengo que lavarme los dientes, ponerme el camisón, colocar mi mantelito de desayuno, sacar el pan del congelador y la mantequilla del frigorífico para que esté blanda. Resumiendo, una lista agotadora de obligaciones que me llevarán a la cama cansada sin haber hecho nada.
Mañana. Mañana el volcán de La Palma se habrá tragado más casas, mañana llorarán mujeres y hombres, hechos y derechos, porque han perdido todo en la vida. Hoy dos ancianos que viven en una barca y ellos, con 90 años, también esperan a mañana, pero con la ilusión de volver al silencio de su isla, y no tener que taparse los oídos por el bramido de una montaña que habían creído amiga. Voy a volver a empezar. He llevado los tres relojes a que me pongan pilas, voy a fijarme sin indolencia en la hora que pongo para despertarme mañana. Oiré las noticias en TV, en radio, y leeré el periódico. No hablaré de simplezas como lo estoy haciendo ahora, pondré sello a dos cartas que no acabo de terminar, iré a correos para que lleguen antes, leeré un libro que me está costando mucho, seguiré escribiendo un relato que continuamente encuentro disculpas para no seguir, iré al supermercado pronto y ahora me voy a dormir con un poquito menos de remordimiento.
Hoy, cumplido, casi dignamente, mi programa del día, he tenido el placer de la visita de dos nietos y, mi amiga Carmen, me ha contado algo insólito. Carmen es rumana y profesora de pilates. Su madre estuvo una vez en Sevilla y le pareció tan preciosa que pensó que a su hija le pondría Carmen. Un nombre que oía en muchos sitios de la ciudad. Hablamos de su país, de lo cara que es allí la vida, de la situación política y de su familia. Me cuenta que su abuelo se fue este verano. Le pregunto por su enfermedad y me dice que estaba sano. «Se dejó morir». Tenía 96 años, su mujer había fallecido hacía veinte y él no quería seguir en el mundo. Para irse no comió –ni dejó que nadie le llevara alimentos– ni bebió hasta que lo encontraron muerto. Le he dicho admirada: «¡qué valiente!». Mueve la cabeza asintiendo. «Sí era muy tozudo y no quiso que sus hijos le llevaran comida. Como le conocían, dejaron que cumpliera su deseo».
Sin palabras.
Me he acordado de una frase de Antonio Machado muy sorpresiva: «La muerte es algo que no debemos temer, mientras somos, la muerte no es, y cuando la muerte es, no somos».
Si usted ha llegado hasta el final del artículo, piense que estoy avergonzada de la primera parte de estas líneas.