El baile del príncipe

La noche es preciosa y estoy tomando una piña colada con unos cacahuetes salados. Un cantante en directo interpreta “Extraños en la noche”. Se está bien y no apetece dormir. El camarero me trae otro platito de Manises. A mi lado hay un matrimonio elegante. Delgados los dos con esa distinción del señorío. Están serios sin mirar a ningún sitio y toman un gin-tonic. Les acompaña un niño con síndrome de Down. Puede tener 30 años, 40 -cualquier edad, porque es un niño- toma una coca cola y todo su cuerpo baila: las manos, los pies, la cabeza. Lo padres inmóviles, en sí mismos. El chico viaja dentro de la canción, temo que de un salto y vuele. Está en otro mundo. Un mundo en el que ha crecido viendo lo que le rodea con distintos ojos. Su mirada de chinito es toda bondad, se ve que es educado, aunque no sabe lo que está bien o no. Lo imagino por la mañana tomando el sol agradecido del calor suave en su cara. No piensa en ponerse bronceado para estar más guapo, pero adivino que le han brillado los ojos al saltar a la piscina por la mañana, sentir el agua helada y salir corriendo mientras su madre le arropa con una toalla.

Es posible que venga de algún país de niebla y sus padres han querido traerle a una isla.

Quiero creer que se ha emocionado desde la ventanilla del avión viendo las nubes algodonosas. Quiero creer que él -con su fantasía de niño- ha anhelado abrir el cristal y pasearse por aquel cielo blanco y azul, un cielo como de nieve donde se hunde sin peligro hasta las rodillas. ¿Habrá visto la nieve? Seguro que sí porque su piel es pálida y tiene las mejillas coloraditas de los primeros rayos que le han dado en mucho tiempo.

Han pasado años y ella, mirando distraída a su alrededor, quizás recuerde el embarazo de aquel pequeño. El ansia de tenerlo en brazos, su primer hijo. Nadie se lo supo explicar, un trastorno genético puede cambiar la formación de un niño. Un bebé con exceso de cromosomas. Un bebé con tres cromosomas 21, da un resultado de síndrome de Down. Es un misterio. Un misterio tan grande que ese cromosoma 21 –debe ser su único bien- defiende al niño de tener cáncer.

Tomo un sorbo de piña y pienso en el dichoso cromosoma 21 que cambió la vida en un instante a estos padres solitarios. Esa es la auténtica verdad de cada día. Un amigo de mi hermano -tuvo un accidente y pensaba que iba a morir- lo primero que le vino a la cabeza fue ese pensamiento: “Todo cambia en un instante”. Después: “No hay que aplazar nada en la vida” y, la tercera cosa “el tiempo que desperdiciamos por culpa de nuestro ego, esa continua lucha de tener razón o ser feliz”.

Sigo mirando al niño. Mi cabeza viaja a mil por hora por el mundo del niño, pero viaja a tientas, sin reconocer los recovecos de su alma. Me fijo en sus ojos perdidos y siento que el chiquillo me llama, aunque no me ha mirado ni una sola vez. Quizás sea su otro yo, ese yo escondido que notamos de vez en cuando -muy de vez en cuando- que se ha hermanado conmigo aquí, lejos de todo y en medio de mesas, luces, copas y rodajas de limón. No conozco a nadie. Sólo a este niño. “Extraños en la noche”.

Siento que me revuelvo en la silla.

Se me ocurre que le gustaría bailar. Aunque aún es pronto para que las parejas salgan a la pista de baile. Doy dos vueltas en la boca a un cacahuete salado, tomo un sorbo de piña colada y sin más me levanto. Voy donde el niño y le pido permiso para invitarle a bailar. Se lleva la mano al corazón y me pregunta en un idioma que no entiendo (quizás alemán o finlandés) si es a él. Yo le digo que sí y le cojo de las manos. Y el niño se levanta y se arrodilla ante mí como un príncipe de cuento de hadas. Me besa la mano, le abrazo y empezamos a bailar. No sé si alguien mira más que los padres que se han quedado aturdidos ante mi oferta de baile. El padre, después de un minuto con la boca abierta, saca una foto con el móvil. El chico sigue bailando con un ritmo que él sólo sabe, lo aprendo y le sigo. De vez en cuando se para, se arrodilla y me besa la mano. Yo le doy otro beso sonoro en la cara y seguimos bailando. El niño está emocionado como nunca lo ha estado. Me mira sin creer que él está bailando en una pista brillante. Cuando termina la canción le acompaño a su sitio. Vuelve a arrodillarse y a besarme la mano y yo le abrazo muy fuerte porque sé que nunca le veré y me da pena, mucha pena y muchas ganas de llorar, el despedirme de mi príncipe. Hubiera bailado con él todos las noches, pero antes no le vi y se terminó la magia de un fin de semana de vacaciones en el mes de diciembre.

Creo que ha sido un día de los más felices que he pasado en muchos años. Me he sentido especial y que no merecía la alegría de ese regalo.

 

*Manos vacías

Al cerrar la luz de la mesilla para dormir, siento aún la emoción de haber sido princesa. Nadie me trató como una princesa. Ha pasado un ángel.

Después de estos momentos vividos sin merecerlos, he pensado que la felicidad es dar. Creo –lo sé- que he dado poco, me he dejado llevar por los demás, siempre he querido que me cuiden, que me mimen, que solucionen mis problemas y mis numerosos embrollos. No he dado mi tiempo sin nada a cambio. Según pasan los años me doy cuenta de que las manos, mis manos, están vacías. Se han ido llenando de manchas y no hay más marcas. Están livianas, se han acostumbrado a recibir, por eso no pesan. No sostienen nada.

 

*Un deseo para los demás

La luna de diciembre está brillante y dorada. Mis palabras se llenan de adjetivos bonitos, para escribir sueños de purpurina y hacer literatura. Va llegando el solsticio de invierno y mientras, cada domingo de adviento, enciendo una vela. Pido un deseo y cuando soplo para apagarla, vuelvo a equivocarme. Cuando se ve una estrella fugaz o se apaga una vela hay que pedir un deseo, pero sólo se cumplen los deseos que no has pedido para ti. Se me olvida cada año y cada año pido que… Siempre una necesidad o capricho exclusivamente mío. Sin embargo, mi príncipe, sin tener nada –porque el cielo le dio poco- me dio su cariño y su agradecimiento, a mí que he sabido dar tan poco.

Ahora, en la cotidiana realidad veo los recuerdos en las hojas de fin de año. Enero empezó con desastres y doce meses después seguimos con incomprensiones, guerras y desamor. Pienso en todos los niños con síndrome de Down que han pasado por mi vida. A muchos no los he mirado por no sufrir y a otros he compadecido a sus padres – ¡qué ignorante! -, sin saber que ellos tienen las manos llenas de amor. Tienen un príncipe con el cromosoma 21, un príncipe que solo quiere ternura y un beso sin compasión.

Por primera vez en mi vida he bailado sólo por amor y, en esos instantes, he sido lo que siempre hubiera deseado: generosa, desprendida, tierna y amorosa, sin esperar un pago de amor. Queremos para que nos quieran y damos para que nos den.

Dicen que los hogares que tienen un pequeño con síndrome de Down están bendecidos con un ángel en casa. Por unos minutos siento el aire divino entre mis brazos. Quizás esta noche mi príncipe me invite a bailar.