El eterno principio del Padre Scheifler, por Carmen Torres Ripa

Quisiera «estar» y «acompañar» a este querido maestro, como él me acompañó en mi vida.

El tiempo, además de sabiduría, puso al Padre Scheifler en un lugar destacado de mi memoria porque en los momentos tristes y alegres él estuvo cerca.

Bodas, bautizos y funerales familiares siempre fueron bendecidos por su presencia. Cumplió años en julio, tantos años que ya se salió del siglo. Tenía 101 años y la muerte lo ha encontrado en Loiola. Quizá su ángel de la guarda quiso llevarle a este lugar santo donde nació el fundador de la Compañía de Jesús. El año pasado, cuando llegó a los cien, con mi hermano Javi, le llevamos fotos de otro tiempo en que él y nosotros estábamos más jóvenes. Conservaba la misma sonrisa que el día que le conocí, yo tenía 15 años. Ahora que se ha ido –gracias a un delicioso libro que ha escrito mi hermano Javi, Días de lluvia he vuelto a leer las palabras que dijo en el funeral de mi madre. El Padre José Ramón nunca hablaba por hablar. Sus homilías nada tenían que ver con las disonantes palabras, llenas de vieja y caduca moralina, que se escuchan en los funerales. «Cuando el dolor es, en estos casos, tan personal e intransferible, ante quien lo sufre –nos dijo–, los demás lo mejor que podemos hacer es «estar» y «acompañar», preferentemente en este silencio solidario que no quiere restregar más la herida». Allí estuvo con nosotros, junto a mis siete hermanos, que no sabíamos lo que era quedarse huérfanos. Ahora, en este ahora lleno de silencios y miedo, somos cinco y los cinco recordaremos siempre que él casó a Jesús, el primero en irse con mis padres, y a Viví que vive en Málaga y… Siento que las letras, si se hicieran palabras, no podría decirlas en alto por la emoción del momento.

Cuántas cosas en la vida nos quedamos sin decir. Luego ya es tarde.

Quisiera «estar» y «acompañar» a este querido maestro, como él me acompañó en mi vida.

Tengo un mapa grande detrás de la silla del ordenador. Antes, en cada país que había visitado, tenía puesta una chincheta de colores. Sonroja pensar en esa prepotencia de que yo he viajado tanto. Me avergüenza pensarlo, porque muchos países que he visitado ya no existen. Sin embargo, las chinchetas se han quedado clavadas tan dentro que es imposible dejar sin agujero el país que, aunque siga pintado del color del mapa, ha perdido toda la vida y alegría que tuvo en un tiempo. Lo que nos rodea va cambiando. Cuando estuve en Israel puse una chincheta verde, quizás porque el camino para llegar hasta allí fue verde y brillante como me lo pintó el padre José Ramón Scheifler. De niña, cuando supe que hablaba hebreo, arameo y sánscrito, mi imaginación se iba volando a manuscritos y papiros que él había podido leer en su idioma original. Al ver el Mar Muerto y las cuevas de Qumrán, donde se encontraron en ánforas escritos bíblicos de 250 a. C y 66 d.C., yo imaginaba a mi querido jesuita, leyendo con unos guantes para no dañar el manuscrito, aquellos escritos de miles de años en su idioma original.

No puedo volver a recordar las cuevas horadadas en roca viva sin sentir que él fue uno de los primeros que pudo leer las letras que venían del más allá.

Cuando pisé Israel, quería ir a Qumrán y ver los vestigios del pasado donde vivieron los esenios, porque Qumrán, esenios y Mar Muerto se lo oí decir por primera vez a él. Y así permanecerán para siempre en la eternidad de los recuerdos.

La paz siempre estuvo con él y en esa paz descansa.