El euskera por el euskera

Siempre pensé que aprender no es imponer.

Vine a Portugalete a vivir la víspera de Navidad. Hacía frío porque en la casa sólo éramos dos vecinos. Mi primer hijo Gabriel, tenía seis meses. Entonces todo estaba lejos. No había tiendas en el muelle y teníamos que subir la cuesta de las maderas para ir al supermercado de Sebastián de La Fuente que estaba en la plaza del Cristo. Un día, embarazada de Miriam, mi segunda hija, me desmayé en la mitad de la cuesta y creo recordar que me sentaron el peldaño de una tienda. El muelle y la zona alta de Portugalete eran dos mundos que, aún siendo hermanos, tenían grandes dificultades para verse. Cuando nació mi tercera hija, Verónica, se empezó a dibujar en nuestra vida un problema: la enseñanza. Los niños necesitaban entrar en un jardín de infancia. Y nos enteramos que se iniciaba una experiencia nueva: la ikastola. José Mari, mi marido, el padre de mis hijos, teníaa ascendencia catalana, del Ampurdan. Hablaba perfectamente catalán y mi suegro recibía diariamente La Vanguardia, bebía agua de VIchy y en fiestas no se tomaba otro champan que Perelada. Era comerciante y cultivaba con sus proveedores –la mayoría catalanes- su idioma y el acento cerrado que nunca perdió. Quizás, por la enseñanza que había recibido en su casa y por un apellido que delataba su procedencia: Portell, José Mari siempre quiso que sus hijos aprendieran el euskera y se educaran dentro de una cultura vasca.

La idea de ikastola empezó a rondarnos la cabeza. Si aprendían desde niños les resultaría mas fácil. Y nos enteramos de una cooperativa que empezaba al lado de la antigua clínica Alfageme, de Portugalete. Era un local pequeño, pero se respiraba ilusión y cariño. Nos apuntamos a la cooperativa y, entre todos los padres, fuimos aportando muebles, alfombras, armarios. Juntos formamos una pequeña familia. Nos conocíamos muchos de nosotros y así empezó la andadura de la primera ikastola de Portugalete. Los niños iban contentos y fue pasando el tiempo. Un tiempo corto, porque ni José Mari ni yo hablábamos euskera; aquel pequeño jardín de infancia no tenia continuidad. Los niños salieron de ikastola para iniciar la enseñanza primaria.

Luego se precipitó la política, como una intrusa, en un proyecto que sin duda era ilusionante, Recuperar un idioma que se había quedado escondido en los caseríos. He de reconocer con pena que no estuve de acuerdo en aquel despertar idiomático que tuvo más de política que de cultura. La reivindicación del euskera fue una bandera unida a otros símbolos que desvirtuaron un sueño. El euskera se impuso por obligación, y fueron muchos los niños y los padres que odiaron ese euskera que se imponía por la fuerza sin un preámbulo de valores. En aquellos principios se cometieron grandes injusticias. Magníficos profesores de matemáticas, ciencias naturales o filosofía fueron relegados a bibliotecarios –en el mejor de los casos- por no dominar el euskera. Un idioma que no se exigía cuando hicieron las oposiciones a las plazas de enseñanza como maestros nacionales. La revolución del idioma se llevó de camino muchos errores, posiblemente bienintencionados, pero errores. Los colegios sufrieron restructuraciones drásticas y los niños desastres escolares. Siempre pensé que aprender no es imponer.

Mi hija Verónica llevó a sus dos hijos a la escuela pública y felizmente esa escuela era una ikastola. Aitor y Mónica son mis únicos nietos bilingües porque, con la naturalidad de la infancia, aprendieron dos idiomas sin ser conscientes de que aprendían. Los demás -siendo buenos estudiantes-, con los planes de modelo A o modelo B, han vivido auténticas tragedias por no saber el idioma de base y tener que aprender muchos conceptos de memoria. En muchos hogares el euskera se ha convertido en la gran pesadilla. Los padres no lo hablan y no pueden ayudar a sus hijos en los deberes. A la vez, el gasto en la administración se duplicó por presentar los impresos en euskera y castellano. Lentamente la cordura va llegando y el uso del euskera se va normalizando. Los jóvenes –una mayoría- han aceptado el reto de aprender el idioma de sus mayores y se esfuerzan en hablarlo en público. El bilingüismo es hoy una realidad que está costando sudores de sangre; su utilización llegará un día que entre en el uso corriente, como el catalán. Lo único que me ha dado pena eran los que se han quedado por el camino sin comprender gran número de ciudadanos que se han sentido discriminados – discriminados en su tierra, olvidando que a sus abuelos les pegaban en clase si hablaban en euskera- y no han entendido este paso –discutible para muchos- que sin duda ha supuesto un avance para la sociedad. Pero un avance con muchas dificultades, y esa problemática hay que aceptarla y acogerla con cariño. Que no nos divida el idioma. Las palabras, lo más hermoso que tenemos los seres humanos, han de ser un camino de convivencia y de paz. No confundamos lengua con política. Las dos son disciplinas bellas y pueden caminar a la vez sin reivindicaciones extrañas.

Hay un poema en euskera que me emociona, un poema de Felipe Juaristi que me emociona:

TXORIEN ABERRIA

Txoriek badute beren aberria: lumajea bezain arina, airea bezain bizigarria, bihotz zintzoa bezain zabala.
Han aurkitzen dute babes triste zein pozik, izuturik zein izurik gabe bizi diren txoriek, handi zein txiki, polit zein itsusi diren txoriek.

Ez dago banderarik aberri horretan. 

Baina kolore guztiak biltzen dira hango zeruan: belearen beltza, usoaren zuria, txantxangorriaren gorria, karnabaren berdea, kanarioaren horia… 

Ez dago harresirik aberri horretan, ez kaiolarik, ez eroetxerik, ez kuartelik. 

Ez dago armarik aberri horretan, ez eskopetarik, ez fusilik, ez pistolarik. 

Askatasunaren herria da. 

Gauero egiten dut hartaz amets.

Lo he leído muchas veces traducido, y creo que sus palabras encierran todas la idea que he intentando explicar en estos folios desconcertados

Los pájaros tienen su patria: ligera como una pluma, vital como el aire, ancha y extensa como un corazón generoso.

Allí encuentran refugio todos los pájaros, los tristes y los alegres, los asustados y los intrépidos, los grandes y los pequeños, los vistosos y los feos.

No hay banderas en esa patria.

Pero todos los colores se unen en su cielo: el negro del cuervo, el blanco de la paloma, el verde del jilguero, el amarillo del canario, el rojo del petirrojo, cómo no.

No hay muros en esa patria, ni jaulas, ni manicomios, ni cuarteles.

No hay armas en esa patria, ni escopetas, ni fusiles, ni pistolas.

Todas las noches sueño que estoy allí.