En los regalos de empresa -antes había regalos- se hacían ediciones especiales para Navidad del fraile del tiempo. Según la moda de la época podía ser monje, Colón, guerrero medieval o el gato Félix. El creador, Agapito Borrás Pedemonte, lo inventó en el siglo pasado y había para elegir más de treinta modelos. Pero el original, el autentico fraile del tiempo, estaba sentado con un libro abierto en las manos, con una bola del mundo a sus pies y una especie de barita mágica en las manos. Era un hidrómetro y, en función de la humedad, el fraile indicaba si el tiempo sería seco, revuelto, ventoso o con lluvia. Cuando era pequeña, había uno en la cocina. Era de cartón, tenía habito marrón y la facultad de subir y bajar el capote si iba llover o no. En aquel entonces era nuestro hombre particular del tiempo. Cuando nos levantamos mirábamos qué cambios íbamos a tener en el día. Decían que acertaba más si se ponía en la calle, pero si te despistabas y se subía la capucha, se mojaba y desaparecía por el agua. En casi todas las casas había una frailecillo que pronosticaba el tiempo. Me imagino que ahora, con el cambio climático, se rasgaría la cartulina de tanto subir y bajar el caperuza. Pienso que José María Aznar debía de tener un fraile -quizás era prior- muy especial porque siempre negó que el cambio climático existiera. “No se puede amenazar con el Apocalipsis y el alarmismo del cambio climático todos los días”. Posiblemente el expresidente continúe afirmando que el chapapote eran hilillos de plastilina y el atentado del 11M fue obra de ETA. No sé que pensarían, esta semana, los 77 muertos por una tormentosa lluvia en un pueblo americano. Y los terremotos, las inundaciones y los genios del volcán de La Palma.
Nosotros vivimos nuestro particular cambio climático aguantando días y días la lluvia y viendo como la ría esta a 30 centímetros del borde del pretil de piedra. Hablar del tiempo ha dejado de ser tópico.
Llueve, llueve y vuelve a llover y tenemos pocas posibilidad de cambio en nuestras conversaciones por más que busquemos ser originales. Yo, que siempre llevo chubasquero con gorro por evitar el bolso, he tenido que caer en la vulgaridad de comprarme un paraguas. ¡Ay Señor, qué difícil es llevar paraguas, además de la mascarilla, el móvil, las llaves y un poco de dinero! Con esta persistente lluvia -nada que ver con nuestro sirimiri de antaño- la única opción es llevar bolso (yo que no uso desde que me dieron un tirón). Debajo de la sombrilla invernal, es imposible contestar al móvil y tener el mango del paraguas en la mano. Con la mascarilla veo menos y me he metido en dos inmensos charcos mientras mi embozo se resbala debajo de la nariz. Metida en mis pensamientos, viene una ventolera y mi recién estrenado paraguas tiembla, no estoy dispuesta a que perezca tan pronto. Es posible -me afirmo confiada- que elegiré otro más grande, así no me tienen que decir: “tapate con mi paraguas, y yo, que no, que llevo choto”. La meteorología me ha obligada a adquirir un objeto que siempre he considerado inservible. Afirmo mis ideas viendo un paraguas en una papelera, más adelante otros dos sin varillas y desparramados en su triste cometidos.
Intento buscar días sin lluvia. Agosto, sigue sin parar de llover. Este año no me he puesto vestidos y solo una vez el traje de baño. Continuo con el calendario y me canso. Me da rabia oír a mis dos hermanos, viven en Málaga, que están comiendo unos espetos en la playa y, aunque digo tímidamente “hoy ha salido un ratito el sol”, inmediatamente tengo que callarme porque, como son de aquí, saben que está diluviando. Continúo con mis pensamientos. Me acuerdo de una frase magnífica de Vladimir Nabakov: “No te enfades con la lluvia; simplemente no sabe como caer hacia arriba”. La playa está llena de palos y tablas como si fuera un desguace de mil barcos, menos mal que las olas no llegan al muelle como en Donosti. Siento un escalofrío de miedo al ver en TV coches arrastrados, casas inundadas, árboles llevados por la corriente. El cambio climático despierta a los volcanes y hace continuamente que la tierra tiemble. Otro escalofrío. Quizás mañana deje llover y podamos pasear, aunque, me he encontrado en el kiosko a un amigo que parece una estación meteorológica -debe tener un fraile del tiempo- y ya me ha anunciado que de sol nada.
Como no sé llevar bien el paraguas ni por dónde viene el viento, me he tropezado con una maceta que siempre está en el mismo sitio. No he andado mas que unos metros y me parece que soy la única que camina por la calle con este temporal. Adelanto la hora de volver a casa, además, no me imagino correr -es un decir porque siempre voy despacio- con un paraguas en la mano. Según me acerco a casa cada vez llueve más y el viento me lleva de un sitio a otro. El paraguas no me parece un gran invento porque el agua se está colando por mi chubasquero. En la esquina que me lleva a mi dulce hogar se da la vuelta. No hay forma de ponerlo derecho, se ha salido una varilla. Queriendo arreglarlo me mojo mucho más. Con el paraguas al revés, me resulta imposible abrir con la llave el portal. Unos segundo de indecisión y lo tiro a un contenedor cercano. Por supuesto, llego como un pingüino sin ser tan elegante. Me quito toda la ropa y siento unas inmensas ganas de ponerme el camisón y una bata, pero es mediodía y no he llegado a tal desastre. De pronto me acuerdo que he quedado en Portugalete a comer a casa de mi hermana. Imposible, mis fuerzas no dan para más. Le llamo y le digo que mañana “también lloverá”- me responde un poco enfadada. Me vuelvo a vestir, me rebozo en jerséis, me pongo otro chubasquero y meto mis aperos en los bolsillos. Me prometo no comprar otro paraguas, aunque antes de llegar al puente, vuelvo a tener tentaciones al ver un tenderete con un montón de paraguas abiertos. Me abstengo y valientemente pienso en un verso de Juana de Ibarbourou “Llueve, llueve, llueve, y voy senda adelante y la cara radiante, sin sentir, sin soñar, llena de voluptuosidad de no pensar”.
Antes de mandar el artículo, miro por la ventana. Pues ya ve, ahora hace sol.