He vuelto del País de Nunca Jamás. Un lugar sin tiempo, blanco, tranquilo. Llegué inesperadamente por un problema de salud y he estado acogida todas las fiestas navideñas y parte del mes de enero. Una experiencia, ya sé que es Nochebuena en una clínica, y se está bien. Te cuidan, te miman, los relojes sobran, los periódicos, la TV. Estás feliz en ese Nunca Jamás. Dicen que cuando se está en coma -no ha sido mi caso- se siente vivir, pero no tienes voz para decir que vives.
No conozco las calles que dejé, las tiendas, los que se cruzan en mi camino. Ya no hay guirnaldas de luces de colores, ni Papá Noel ni Magos. En los comercios no se ven cajas con cintas de plata. En su lugar hay enormes carteles que ponen rebajas y los niños llevan uniforme. Volver a leer periódicos pasados, declaraciones dichas, me resulta absurdo. Hoy es hoy y lo anterior ya no es. Todas las palabras se han diluido en el aire. Ha pasado el tiempo sin saber yo qué pasaba.
He llegado en el feliz momento de un nuevo gobierno. Este es el verdadero País de Nunca Jamás. El de Wendy, Campanilla y Peter Pan. Ni de lejos veo al Capitán Garfio y al cocodrilo con el corazón de reloj. Enero empieza con la melancolía de la belleza. Lágrimas y sonrisas, con dos 20-20 en un calendario de doce meses. ¡Cuántas ilusiones y miedos imaginamos para esas páginas aún en blanco! Me acuerdo de una frase de Miguel Ángel: “Señor, hazme desear más de lo que pueda lograr”. Y aquí estoy con todos ustedes creyendo que los Reyes Magos no se han ido a Oriente y que en la Moncloa se ha posado una estrella. Veo la foto de familia del nuevo gobierno. Parece sólido, recio, con mujeres seguras que han demostrado su valía antes de llegar a ministras.
Hay esperanza, ese magnífico riesgo que tenemos que correr cuando soñamos despiertos. Los pesimistas siempre encontrarán peros antes de saber qué es lo que va a pasar, pero decía Leonard Cohen que en todos los proyectos grandes y chicos hay una grieta, así es como pasa la luz. No sé dónde está la grieta. Quizás en Cataluña -oigo en una conversación fugaz-. Nadie parece saber qué hacer con el problema catalán. Se suman las equivocaciones, una encima de otra, y crecen como las nubes que se oscurecen hasta que se derrama el agua torrencial. Pero después de las tormentas hay arco iris.
Los magos del futuro
Lentamente me voy poniendo al día de la situación política y me avergüenza la envidia de los perdedores llenos de amarillentos ronchones en la cara. Insultos, recortes de discursos viejos, lo que usted dijo y ahora dice. Hay quien teme tanto al cambio que se metería debajo de un paraguas tan grande como la carpa de un circo y no saldría, aunque la lluvia se haya ido a Australia. Y, además, se echaría encima un impermeable, una gabardina y un chubasquero. Querer negar por sistema unas elecciones es muy penoso.
Ser político debe ser muy difícil porque si estás fuera del gobierno tienes que decir a todo que no. Negar hasta que es de día. Los buenos políticos tienen que tener una pizca de alquimistas, hechiceros del futuro. Winston Churchill, uno de los hombres más agudos e inteligentes que han pisado Inglaterra, a quien hemos cogido cariño de abuelo después de la serie de televisión The Crown, decía que: “El político debe ser capaz de predecir lo que va a pasar mañana, el mes próximo y el año que viene, y explicar después por qué no ocurrió lo que él predijo”.
En este mes de enero, me parece demasiado pensar en diciembre. Volverá la nieve, el frío, la primavera, las flores, el viento y el sol. Empezamos en este País de Nunca Jamás una aventura con el nuevo año y año nuevo vida nueva. “Podrás decir que soy un soñador – contaba John Lennon- pero no soy el único. Espero que algún día te nos unas y el mundo vivirá como uno solo”.
*Los pájaros del amor
Mi prima Isabel ha venido de Málaga a respirar su brisa del norte y me va a traer un agaponis. Me enseña fotos de su familia de agaponis. Son preciosos, con un colorido brillante. Dice que cuando la ven, le saludan con un hola y esperan que les abra la jaula para posarse en su hombro. Son como loros pero más pequeños y bonitos. Les llaman inseparables, no pueden vivir el uno sin el otro. También se les conoce como los pájaros del amor porque se besan continuamente. Antes de aceptar el regalo, pienso en que sufrí mucho con la muerte de mis periquitos y me doy cuenta que el olvido es fascinante. Ya no me acuerdo de mi periquito Felipe y su pareja Malina y vuelvo a desear la compañía de las diminutas aves que se quieren y que me pueden a acompañar en este 2020 con su fidelidad amorosa. Me gustaría que el nuevo gobierno fuera como los agaponis. Aunque mi memoria se emborracha de recuerdos, cierro los ojos y no, no quiero sufrir. Antes de terminar las líneas de este artículo he decidido que no quiero agaponis. Miraré por la terraza los estorninos que pasan en bandadas haciendo dibujos en el cielo.
Vuelvo a ver la foto que me envía mi prima de los pájaros del amor. No, aquí tendrán frío -le digo para no despreciar el regalo-, quizás en verano. Y, como los pensamientos son traviesos para no llegar al alma, pido secretamente que en la Moncloa haya una jaula muy grande -que siempre ha sido una jaula de grillos en los últimos años- que se llene de agaponis. Estos pájaros que pueden llegar al País de Nunca Jamás, ese espacio de incertidumbre del que he vuelto a la realidad.20