Este mes, el día 7, ha sido el primer domingo de Adviento. Y mi alquimia religiosa y particular –extendida sin duda por muchos hogares más- es colocar una corona de abeto y cuatro velas al rededor. Mi querido amigo el Vicario de la diócesis, Ángel Mari Unzueta, me dice que es una costumbre alemana que la iniciaron unos pastores haciendo una cruz de madera y poniendo velas en los extremos. La llegada de la Navidad tiene entrañas de ternura en cada país. Dentro del centro de mi corona coloco al niño Jesús, y fuera, al lado de las velas, la Virgen, San José, la mula y el buey. Hace años que la mano de San José está lesionada y sus hermosos dedos rotos yo los tapaba con una flor. Pero en mayo encontré en una cajita guardados los dedos (quizás estaban allí desde que se rompieron cuando los niños eran chiquitos) y esta mañana de Adviento, con paciencia de miniaturista, he pegado con delicada precisión (suelo ser muy torpe en reconstrucciones) los dedos del padre de Jesús. Han quedado tan bien que al mirar su cara joven –una de mis obsesiones es no poner nunca un San José calvo y con barba blanca- el rostro de un muchacho de unos veinte años, he sentido que me daba las gracias. Todo ha vuelto a ser como era, y con la primera vela, pedimos el primer deseo que, si nos lo merecemos, se hará realidad en el próximo Adviento.
Lo que ya no ha vuelto a celebrarse es el día de la Madre el 8 de diciembre. Cuando éramos pequeños ese día era un gran acontecimiento. La Virgen de Murillo, con los ojos mirando al cielo, era el regalo que repetíamos a mamá cada año con calurosas palabras que ella leía como si fueran siempre nuevas. Mi hermano Jesús no sabía guardar secretos. Tenía comprada la tarjeta de la Inmaculada desde noviembre y, ese mes, se le hacía larguísimo para darle a mamá su regalo. Un día sí y otro también le preguntaba a mamá: “¿Quieres que te diga el regalo que te he comprado?”. La abrumadora insistencia terminaba por ablandar el corazón de mamá y, después de un sigiloso “no se lo digas a nadie”, Jesús sacaba de sus cuadernos de colegio la repetida estampita, pero, cada doce meses, con una novedad que le quitaba el sueño de emoción. “Mamá tiene brillantitos ¿Te has dado cuenta?” Ya más tranquilo guardaba su preciado obsequio hasta el 8 de diciembre. El ritual se repetía cada año y cada año era igual de emocionante. Unas veces se abría una ventanita en el cielo y salían angelotes, otras la luna era plateada y el sol dorado. En una ocasión la Virgen se desplegaba y dentro se veía al niño Jesús de la mano de San José con una flor de azucena que olía a algo parecido a colonia. Los artistas imaginarios de vírgenes y santos no buscaban grandes novedades porqué quizás esas originalidades no le hubieran gustado a mi hermano Jesús y al resto de niños que elegían irremediablemente, cada 8 de diciembre, la Inmaculada de Murillo como regalo maternal. Ahora, los niños dibujan, el primer domingo de mayo, sus cartulinas en clase y ya no saben ni quién era Murillo.
Todo ha cambiado tanto que hasta las cartas a los Reyes Magos vienen impresas dentro de una gran revista exclusiva de juguetes. Los niños hacen cruces en los elegidos, ponen el número de la página y la ficha del regalo que, posiblemente cuando lo abran, se quedará sobre la alfombra al lado del árbol de Navidad con un montón de paquetes más. En el fondo, les dan igual porque hace tiempo que han perdido la expectativa de la sorpresa, el candor de la espera, el sueño de intentar ser buenos -aunque sólo sea por unas horas- antes de la llegada del mago que ya tiene tantas caras que no saben a cual corresponde: al Niño Jesús, al Olentzero, San Nicolás, Papá Noel o los Reyes Magos. Muchas ofertas para un niño que ha perdido la capacidad de creer y de imaginar que por el cielo vienen renos, que desde Oriente cabalgan camellos por el desierto y que de una montaña baja un carbonero bonachón que en su locura lleva sacos llenos de estrellas.
Va pasando diciembre y a la puerta de las jugueterías ya no hay reyes grandes de cartón con un buzón en la mano para depositar cartas con letras de niño que pedían juegos reunidos Geiper y muñecas de Famosa. Hemos cambiado de acuerdo con el gusto de los niños. Las cartas –gran parte escritas en ordenador- encuentran los encargos navideños para los niños más creciditos en una planta especializada en juegos de ordenador y sofisticados artilugios que los mayores no entendemos su funcionamiento.
Regalar no es mágico, regalar es un acto social con fecha determinada donde todo es posible menos la cordura. Por comprar un perfume una mujer no se convierte en una reina de las nieves, ni un aroma masculino de última generación transforma a nuestro marido en el rey del mambo. El “no sé qué regalar, lo tiene todo” se ha convertido en el slogan del mes de diciembre envuelto en ofertas de jamones, turrones de chocolate, polvorones y pavos. “Ya no es lo que era” –decimos con añoranza- pero volvemos a repetir el ritual anual de comprar compulsivamente, porque no tenemos tiempo para pensar en el detalle –sólo un detalle- que a lo largo del año igual hemos escuchado como una ráfaga de deseo – “me gustaría tanto tener…”- .Y por ahorrar tiempo –nuestro eterno problema- gastamos sin mirar las etiquetas, y quizás nuestro mejor regalo sea el tiempo. Un tiempo exclusivo para nuestros hijos, nuestros hermanos, nuestros nietos… Y ¿cómo se compra tiempo? Una respuesta difícil, tan difícil que Napoleón era lo único de sus posesiones que no vendía. “Podéis pedírmelo todo –decía-, excepción hecha de mi tiempo”. Los siglos tampoco varían la premura de los humanos. Se ve que hemos cambiado muy poco. Seguimos teniendo déficit de tiempo y déficit de atención. No escuchamos y no atendemos. Mi disculpa siempre es la misma: Soy tan despistada…Quizás cada uno de nosotros necesitaría un Nomendator. Los reyes godos tenían un ilustre acompañante que les iba musitando al oído los nombres de los personajes a los que saludaban. Era una especie de agenda permanente que en su cabeza guardaba un catálogo de nombres. Siempre me ha dado envidia este sofisticado lujo que permitía a los monarcas quedar con dignidad y elegancia. Aunque nuestra falta de memoria, unida a la falta de imaginación, está transformando el mundo. Ahora existe un artilugio –me imagino que para acoplar al móvil- que sirve para tener temas de conversación con algún comensal al que conocemos poco o con un compañero de colegio del que sólo recordamos que era el más empollón de la clase. Con este nuevo Nomendator de ideas para improvisar una charla, nuestros problemas se terminan. El Nomendator nos sugiere hablar de futbol, de libros, de separaciones recientes famosas o de la última corrupción política. Es una especie de quedar bien con una simple pulsación del móvil. Los mandatarios godos hubieran perdido glamour con un aparatito tan simple.
Y llegamos a la última velita de Adviento. Pida a los dioses y a los ángeles tiempo. Tiempo para dar y tiempo para recibir. Tiempo para pegar los dedos de San José y para elegir una Inmaculada para una madre, con toda la cursilería que entraña. Decía un sabio que “el tiempo es cuestión de tiempo, la vida es cuestión de vida, la vida dura un momento, el tiempo toda la vida”. Susurre al oído a todos los que quiera hacer un regalo que (la frase no es mía) “Quiero tener tiempo para verte sonreír, para verte junto a mí, para que nada ni nadie nos pueda hacer infeliz”.
¡Feliz Navidad!