A mi hija Verónica le aterran los pájaros y esta mañana, cuando ha ido a trabajar, se ha encontrado un pájaro esperando el ascensor. Por supuesto se ha metido en casa con el corazón a mil por hora. Ha esperado un rato y, como una exhalación, ha entrado de nuevo en el ascensor cuando no aparecía ninguna sombra sospechosa. El pájaro –que se había colado por alguna ventana de la escalera– había volado. Pero, ¿y si vuelve? –me pregunta angustiada–. Para ella todos los terrores del día se han puesto contra ella. ¿Será una premonición? Le contesto que no, casi más asustada que ella. Pero me he quedado pensando en lo mucho que puede afectar el miedo en todas las decisiones que tomamos. Qué miedo habrán tenido en Madrid cuando cándidamente depositaban su voto en una urna transparente. Lo que temían pasó, pero nadie es culpable de los resultados de miles de votantes asustados.
El comienzo del día –aquí o en Madrid– es como una válvula que, si se da un botón equivocado, se puede cambiar el orden establecido. Es tan inofensivo como el sobre que depositaron los madrileños escondidos detrás de su mascarilla. La suma de todos los papelitos ha conseguido que Madrid siga siendo la capital del Estado, no el parecer del resto de habitantes que con la boca abierta miramos sorprendidos los numerosos pájaros que van a encontrar en su puerta.
La sorpresa es el ingrediente que siempre nos espera.
Un astronauta. Los sustos no cesan; en el paseo he visto de pronto un astronauta. Tenía un traje metálico blanco con apliques negros en los codos, las rodillas y los pies. Parecía de baquelita. A la altura de los ojos un rectángulo redondeado marcaba el lugar de los ojos. El señor –o lo que fuese– caminaba a buen ritmo. En este mundo con tantas sorpresas, he pensado que el individuo iría a algún festejo, pero no tenía ese aire. Me lo podía imaginar serio, enfadado y hasta disgustado al ver que la playa de Las Arenas no era la Luna. Cuando me he cerciorado que realmente el extraño robot, marciano a astronauta ha vuelto a aparecer –debía de ser la segunda vuelta que daba– no he podido aguantar la curiosidad y he ido a hablar con él.
–Dígame: ¿por qué va vestido así?
No ha movido ni la mano o algo que me indicara saludo, simplemente me ha contestado:
–Me apetecía.
Como usted puede imaginarse, mi cara de susto ha debido de ser espectacular. El que sea ha seguido tranquilo su marcha ignorando mi presencia.
Después de volver a coger mi ritmo –evidentemente más lento– me he dado cuenta de que a nadie le había llamado la atención esa presencia casi anormal. Será por el covid, pienso. Ya nada nos sorprende o la sorpresa es una tontería que mejor ignorarla. Les juro que es verdad, aunque me froto los ojos intentando borrar al astronauta de calle. En estos extraños momento que vivimos, nada parece extraño. Lo raro es extrañarse.
Con la mascarilla, el mundo ha cambiado y los ojos parecen ventanitas asustadas que miran alrededor con la dudosa certeza de no ser realmente ellos –es decir, nosotros– los que caminamos. Ahora podemos inventar caras. Soñar que nuestros compañeros de caminata son candidatos celestiales, ángeles velados o brujas malignas. La inventiva es libre. No sabemos si el que nos mira sonríe o tiene los dientes prietos. Dicen que los dentistas empiezan a acusar los estragos de llevar oculta la boca. La mayoría de las personas, bajo la máscara, ha podido ponerse aparatos dentales para corregir sus defectos, pero no ha cuidado nada la salud de sus piezas de marfil que guardan caries como pozos negros. No quiero ni pensar en el astronauta desnudo, quizás era un monstruo o tan guapo que no quería mostrar ni un rastro de su hermosura.
Me ha dado por imaginar si es mejor un antifaz o una máscara veneciana. Nos hemos quedado a la mitad. Mascarilla es un si-es-no-es que nos uniforma como médicos en un quirófano. Lo curioso es que los auténticos cirujanos han perdido su misterio, el paciente al que van a operar también lleva mascarilla. El mundo al revés. Las historias que estarán escribiendo los genios de la novela negra nunca podrán llegar a esta realidad. Y cuesta, cuesta acostumbrarse a pesar del tiempo que llevamos velados. Tanto quejarnos de la poca libertad que tenían las mujeres árabes con sus burkas y sus velos, y al final todos hemos copiado, por obligación, ese distintivo. Ya somos iguales. No hay feos ni feas, aunque puede haber astronautas y pájaros a la entrada de casa.
He aprendido la lección. Porque me apetecía, porque me da la gana, porque a usted no le importa, porque soy libre de hacer de mi capa un sayo. El qué dirán empieza a ser un defecto del pasado.
Lo digo, lo escribo y sigo mintiéndome a mí misma. Nos importa mucho la opinión de los demás. En un inconsciente del cerebro tenemos un chip que quiere hacer lo correcto y, al parecer, lo correcto siempre es lo que los demás opinan. Tengo una historia en la cabeza que me quita la paz: la situación de mi ordenador. Si lo pongo en el lugar oportuno –en un estudio pequeño– me parece que el mundo se ha quedado chiquito dentro de las cuatro pareces. Si lo pongo en la sala, frente a la ventana, siento que desorganizo mi casa. Vuelven a la mesa los bolígrafos, la pluma, los folios… Un desastre. He perdido el orden. Y me pregunto ¿cuál es mi orden? Una incógnita que ni yo misma puedo solucionar. Mi ordenador no es portátil, como antes, y al volver a colocarlo donde estaba necesito ayuda. Resumiendo, mi desorden supone un desorden para los demás que tienen que encontrar tiempo para volver al lugar primitivo el ordenador.
Con tanto cambio pienso que mi pensamiento va a descubrir la gran historia. Una novela preciosa que ocupe los primeros puestos de los escaparates. Pero, como dice mi hijo Gabriel, el sitio no importa; son disculpas que me pongo por tener la cabeza dispersa.
Mientras escribo me cuenta una amiga que hace dos años vio al astronauta. Viene del faro de la Galea. Y hay temporadas que se transforma en pájaro. Pierde la magia. Nuevamente la realidad cotidiana te da la torta. Me voy a encontrar un pájaro grande.
La última novedad es la desaparición de los libros de familia. Ya tendremos menos papeleo y escaneo. Definitivamente el papel es un material en desuso. Quizás por eso, me parece tan importante la situación del ordenador. Es el rey de nuestra vida, aunque los impresos oficiales continuarán volviéndonos locos. Ahora en vez de registro oficial tendremos un registro individual y una ficha única con nuestra letra de identificación. Si a usted se le olvidan normalmente las claves, tendrá un gran problema porque su existencia volará por el aire como el astronauta, los pájaros y los votos de las elecciones.
Aunque creamos en presagios, siempre ocurre lo que tenía que ocurrir.