En el colegio había una monja grande y con bigote que se llamaba sor Inés. Aquel nombre tan tierno no le iba con su cuerpo musculoso y poco femenino. Quizás porque mi fantasía infantil había creado a Santa Inés como a una preciosa adolescente con un corderito en brazos y una túnica blanca con el borde de oro. Era imposible ver –ni con fiebre- a aquella religiosa vestida de tal guisa. Pero la imaginación es libre. A mi siempre me ha gustado unir mentalmente los santos con los nombres, buscando un posible encuentro. Quería el paralelismo, porque Santa Inés era una especie de ideal femenino como Santa Lucía, Santa María Goreti y Santa Águeda, adolescentes ingenuas que habían muerto por defender su pureza. Todas eran vírgenes y mártires. Ahora, las vírgenes y mártires del siglo XXI han pasado a ser simples violadas, victimas a las que no se les hacen santas aunque sufran abusos sexuales. Todo cambia, hasta la castidad deja de ser santa, para entrar en un apartado que se llama violencia de género.
El caso es que Santa Inés, la de los cuadros de vidas de santos, tenía un cordero blanco con cara de bebé. Los pintores ponían el corderillo para significar el martirio, pero la Iglesia explota los símbolos a su gusto y escribe leyendas, a veces muy hermosas, sobre simples coincidencias. La monja, que no se llamaba Inés pero que se puso el nombre cuando profesó en la orden, aprovechaba la fecha, 21 de enero, para recordarnos a todas las niñas que era su santo y que había que hacerle un regalo. Con la recolección del dinero se le regalaba a la monja lo que el colegio necesitaba, totalmente ajeno a los deseos nuestros, una estufa para el comedor de la comunidad, un encerado nuevo, un mapa de Europa…Nosotras, más normales a la hora de hacer obsequios, creíamos que lo mejor que podíamos haberle regalado era un camisón de franela, unos patucos de lana para dormir o una colonia de verbena, que le vendría mejor que otro mapa. Pero crecimos con las incongruencias y las obligaciones añadidas que tenían que pagar nuestros padres.
Santa Inés, el corderito y el regalo. Los tres nombres encuentran encaje en el calendario en este mes de enero. Lo del cordero y Santa Inés no es una casualidad. Inés – Agnes- significa cordero, y Jesús también llevaba a hombros un cordero como símbolo de su martirio. En fin… tantas alegorías que me gustaban de niña se vuelven a repetir, y, ahora que los conozco con más detalle, se las cuento a ustedes, aunque me gustaría menos simbolismo en la Iglesia y más pisar tierra.
Pero el Papa ha continuado la tradición de este día con ingredientes bucólicos. Benedicto XVI, el pasado día 21, presidió una insólita ceremonia en la capilla de Urbano VIII del Palacio Apóstolico. El Sumo Pontífice bendijo dos corderos. Dos corderos especiales que previamente habían sido ofrecidos ceremonialmente en la iglesia de Santa Inés, en la vía Numantina. En este templo está enterrada la santa que murió por defender su castidad en el año 305 de nuestra era. Los animalitos, como mises después de un concurso de belleza, iban adornados con guirnaldas del flores. Uno, con flores blancas, por la pureza, y otro, con rojas, por el martirio. Después, amorosos, casi como peluches, fueron entregados a las monjas benedictinas de Santa Cecilia que se encargarán de esquilarlos –ellas mismas- y confeccionar –ellas mismas también-, los palios que se utilizarán para nombrar a los nuevos obispos el 29 de junio en la fiesta de San Pedro y San Pablo. Estos palios –paños con cinco cruces bordadas en seda negra que se coloca el Papa y los obispos- son enseñas litúrgicas de honor.
La historia es así. Ya ven, palio también es lo que servía de toldo o dosel rectangular, en telas lujosamente bordadas, sobre cuatro o seis barras para cubrir al sacerdote que portaba el Santísimo Sacramento. Como ya no se estila esta costumbre, el palio sirve para cubrir al Santo Padre en algunas ceremonias, y en España –único país del mundo- lo puede utilizar la familia real. A Franco le encantaba entrar bajo palio en algunos actos. Al fin, él, como Dios.
Y como Dios quiere convertirse el científico George Church que asegura estar en condiciones de clonar un bebé Neandertal. La verdad es que resucitar una especie de hace 30.000 años no deja de ser tan insólito -bueno, mucho más- que los corderitos de Santa Inés. El avance me parece genial, pero el retroceso igual de genial. El hombre de Neandertal no era perfecto. Como tampoco lo era el bajito medieval o el mismo Felipe II, al menos por su cortita cama de El Escorial. Pienso que de clonar, hay que clonar a genios de la Humanidad. Genios con belleza y con inteligencia. Decían que Leonado da Vinci era el hombre más guapo de Florencia y sus inventos son los más grandiosos de la Humanidad. Parece –como no soy científico puedo permitirme las mayores tonterías- que tiene que ser más fácil clonar a un artista, del que tenemos cuadros, retratos y huellas que a un ser que igual ladraba en vez de hablar. ¿Quién nos ha contado su vida? Reinventar la historia es un recurso precioso, especialmente si se quiere escribir una novela.
Clonar al hombre de Neandertal…Un genetista famoso dice que él no lo haría aunque se pudiera, porque no sería ético. Pues ya ve, yo no lo haría porque no sería bonito. La raza humana ha mejorado. Cada día son más guapos los niños que nacen y creo que no vamos a retroceder 30.000 años para experimentar la degeneración hacia atrás. Ya tenemos bastantes retrocesos con los corderillos, las zapatillas papales de Prada, las capitas y gorros de armiño, las sotanas de seda, las capas pluviales… Y, luego, se critica el anacronismo de algunas mujeres árabes que llevan velo en pleno siglo XXI.
Enero se va, con Santa Inés, con mi patrono –y el de todos los periodistas- San Francisco de Sales, con el de los estudiantes, Santo Tomás de Aquino, con mi cumpleaños y con el signo de Acuario siempre abierto a la espera del futuro.