Ese remordimiento sin nombre

Las apariencias nos lanzan a un mundo distorsionado. Siempre hay tonalidades medias en nuestras apreciaciones.

En las escaleras metálicas de un almacén me paró sofocada y gritando. Se volvió la gente asustada y tuve que cambiar de barandilla para poder atender a la mujer que me decía farfullando nombres que no recordaba.

-Eres la nieta de la hija, amiga de fulanita que tu madre iba a…

Después de un encuentro en el tiempo y delante de una extraña que hablaba de mi infancia, la desconocida me dice que tenía que perdonarla. ¿De qué, si era la primera vez que la veía?

  • Es que los sacerdotes no han podido darme la absolución si no restituía lo robado e iban pasando los años y ya no podía pagar todo lo que había “robado”.
  • Usted no me ha robado nada. No sé quién es.
  • Tengo que pedir perdón a alguien de su familia porque yo he hecho daño a su familia.

Y en un regreso a los años pasados me contó que mi madre encargaba a una amiga que fuese los martes y los viernes a comprar para nosotros a una tienda de ultramarinos de Baracaldo. Me dio el nombre y, efectivamente recordaba quién era y lo que nos quería a todos mis hermanos. A mi madre le hacia pequeños encargos y al fin, con el tiempo, fue como una tía que teníamos sin ser de familia pero más que de familia.

  • Entonces –me dijo- yo era dependienta del comercio.
  • Me alegro. Mi madre era muy amiga de la propietaria del comercio de ultramarinos pero, lo siento, a usted no la recuerdo.

Supuestamente mi madre compraba manzanas (el producto no interesa precisarlo ahora) y aquella dependienta le daba a mi madre manzanas, pero en lugar de las que creía comprar, le daba otras de peor calidad –“No eran malas” –me dice abstraída en su historia- pero se las cobraba como las mejores.

  • Y ¿por qué?
  • Es que yo así lo que sobraba se lo daba a una mujer que compraba manzanas baratas porque no podía comprarlas mejores y…
  • Pues vaya cara –le contesté sin pensar- ¿sabe usted que éramos siete hermanos y seguro que a mi padre le costaba bastante sacarnos adelante con dignidad?
  • Ya, pero entonces yo no pensaba que estaba robando, hasta que lo confesé. El sacerdote me dijo que tenía que reponerlo y yo le dije que no podía. Llevaba haciéndolo casi seis años. Y así ha ido pasando el tiempo y yo no puedo descansar hasta que usted me perdone en nombre de su madre.
  • Pues quédese tranquila que la perdono.

Y me fui. Me dejó un regusto amargo. De pronto recordé nuestro entorno familiar. Las meriendas amorosas de mi madre, su esfuerzo para que creciéramos sanos, sus mil estratagemas para estirar el sueldo de mi padre. Sus horas en la cocina, sus tardes cosiendo vestidos y babis. Nadie pensó que en casa andábamos justos porque mi madre se multiplicaba. En la calle éramos los más guapos y dentro de nuestra casa nunca notamos el sacrificio de mis padres. Los hijos somos así de ingenuos.

Este suceso, un poco embrollado porque no sé contarlo de otro modo, me hace pensar en lo mucho que nos equivocamos con las apariencias. No todo lo que vemos es real. Los famosos no siempre son felices con sus hijos al hombro sonriendo como si lo normal fuese llevar a los niños al cuello por el borde del mar. Tampoco es cierto que están todo el tiempo de vacaciones en un velero, esquiando en los Alpes o en fiestas caribeñas. También ellos trabajan aunque no veamos mas que la apariencia de descanso eterno.

Hace un tiempo, una amiga mía empleada en un departamento de ayuda social, vio como una compañera le negaba sus derechos a una mujer porque llevaba un abrigo de marca. Resulta que se lo había regalado –por supuesto usado- una hermana.

Las apariencias nos lanzan a un mundo distorsionado. Siempre hay tonalidades medias en nuestras apreciaciones. La bondad nunca ha de ser un robo encubierto por mucho que se quiera pintar de caridad.

Lo curioso es que a lo largo de nuestra vida cometemos muchas equivocaciones, faltas grandes o pequeñas, que se quedan quietas en el aire. Nos hubiera gustado pedir perdón y recibir el perdón, pero no lo hicimos en el momento oportuno. Y ese pesar ronda el alma, la conciencia, el corazón. Revolotea como una mariposa. Entra en nuestro mundo y lo llena todo. Nos asfixia. Quiere respirar y se ahoga. Necesita el perdón directo para vivir en paz. Yo recuerdo algunos actuaciones de mi vida que me sonrojan, me avergüenzan íntimamente pero están en el aire del tiempo y ya no tengo quién puede recibir mi perdón. Pero yo me perdono y descanso. Al fin el tiempo es como el viento –decía Doménico Cieri, un escritor mexicano- arranca lo liviano y deja lo que pesa. Además. Dios nos habla a veces tan claro que parece coincidencia. Pero lo que nos dice no somos capaces de hacerlo. Hay que ser muy valiente para hacer lo que a uno le da la real gana, quizá porque nuestra libertad siempre está condicionada a otras personas que directa o indirectamente dependen de nosotros. Ser libre es carísimo y dificilísimo.

Mayo nos trae algo de calor con txirimiri y flores. Desde niña el mes de mayo era el de las flores. Altares, ramos para el colegio, rezo de rosarios, novenas… De ese tiempo solo me he quedado con las flores. Tener delante una rosa, una camelia o unas margaritas, nos llena la vista de descanso y belleza. Las flores no son un lujo sino una necesidad. El campo esta ahora lleno de chiribitas. ¿Ha hecho la prueba de reunir unas cuantas y mezclarlas con esos pompones pequeños amarillos que tiene al lado? Un simple vaso se convierte en un diminuto jarrón precioso. También puede hacer collares y guirnaldas. Cuando yo era pequeña mi madre me llevaba de excursión y con hilo y aguja me hacia gargantillas de margaritas. Era el adorno más bonito que podía ofrecerme. Si alguien me hubiera visto por una ventana hubiera pensado que era una hadita del bosque. Aquellos eran los milagros que mi madre podía ofrecerme, y no robaba. Simplemente las cogía de una campa que teníamos enfrente de casa. Todas las mamás podían haber hecho coronas de margaritas a sus hijas.