Pájaros y flores. Cuando queremos descansar la cabeza, intentamos ponerla en blanco por unos minutos, pensamos en pájaros y flores. Normalmente es una frase hecha, no corresponde a la realidad. Nuestra preocupación -la que sea- sigue martillando la cabeza, pidiendo el protagonismo que le corresponde. Buscar árboles, margaritas y ruiseñores son fantasías que difícilmente se dibujan en nuestro día a día.
El deseo de serenidad puede llevarnos a dar un paseo al lado del mar, respirar la brisa y poco a poco, cada tema se ubica ordenadamente. Estamos libres. Nos da igual el ahorro energético, las visitas de Nancy Pelosi, los misteriosos pinchazos anónimos a mujeres que están de fiesta, que el Papa quite poder al Opus Dei y la cantante Bayonce copie una canción en su nuevo disco Energía. Tampoco nos importa el orden o desorden de Feijóo en su partido, que un fluido- procedente del cerdo- pueda terminar con la donación de órganos, un buitre se pasee por Madrid y las gaviotas reinen en la playa de la Concha. Nada logra sorprender.
Pero…
Después de la dulce caminata, nos sentamos en una terraza a la sombra y pedimos un pincho de tortilla con un vino blanco. Un suspiro, cerramos los ojos y, en ese momento, justo en ese instante en que los pájaros y las flores llenan su cabeza de paz, llegan los gorriones. Un montón de gorriones se abalanzan sobre nuestra tortilla, estirando el pan de pico en pico como una manada de elefantes. Intentamos espantarlos, tarea imposible y, además, se nos han quitado las ganas de comer el pincho de tortilla lleno de pio, pio, pio.
Vivimos la invasión de los gorriones. No nos dejan hablar en paz, ni degustar un sencillo aperitivo. Siempre ellos son antes. Se empoderan de nuestra mesa -con lo que nos ha costado encontrar una libre-, se comen primero las miguitas de pan educadamente y después, sin ningún rubor, entran en nuestro plato para degustar la calidad de la tortilla.
La situación es preocupante. Cada paso que damos tenemos que espantar a un gorrión que se ha acostumbrado a no inmutarse. El pincho, se queda rodeado por una familia de gorriones y a nosotros no nos ha dado tiempo de tomar un sorbito de ese vino helado que goteando dice: bébeme.
Mi nieta Carola, esta feliz rodeada de tantos pajaritos, “pipi, abuela”. Y salta alegre viendo que los pájaros le acompañan y le comen tan tranquilos su bollo de mantequilla, el plátano o el bocadillo de jamón. Carola, está contenta. El resto de los mortales, muy preocupados por esta invasión alada que no tiene ninguna belleza.
Empezó despacio. Al principio -dada la escasez de alimentos- pensamos que tenían hambre. Dulcemente, con una sonrisa en los labios, desmigábamos un poco de pan, cuidando que los trozos fueran menudos y no se atragantasen. Vimos, ingenuos, la rapidez con que engullían las miguitas. No dimos importancia a su voracidad. Casualidad -pensamos- nos toco el hambriento de la familia. Con nuestra continua buena voluntad creíamos que se habían perdido, tenían frío y se cobijaban bajo la terraza…Pura fantasía. Los pájaros querían comerse lo que pillaban delante. Les daba igual una rebanada entera de pan que un gran trozo de pulpo.
Al mediodía de hoy, en nuestra mesa puede haber cinco o seis pipis a la vez y, aunque les demos manotazos, saltan tan tranquilos delante de nuestra propia cara y sentimos su aleteo en la nariz.
Quizás estemos volviendo a vivir la pesadilla de Los pájaros de Hitchcock. Primero fueron rumor lejano, diminutos pajarillos que intentaban entrar por las rendijas de la casa, después más grandes -las gaviotas de Donosti- y, en este momento, los buitres se pasean por las calles de Madrid.
Mi hija Verónica, esta en un ¡ay! continuo. Tiene terror a los pájaros, sean del tamaño que sean, y se tropieza con los gorriones continuamente. Quedar en una terraza es un disparate, siempre elegimos una mesa lo más lejos posible de la puerta. Al aire libre es misión imposible.
Recuerdo que los niños traviesos ponían liga en el suelo (una especie de pegamento) para cazar a los pájaros. Es una idea, pero temporal y repetitiva. Vamos a una terraza echamos el pegamento alrededor de la mesa y los pájaros van dejando de volar formando un redondel de píos en torno a nuestra tortilla. Si nos marchamos, la corona de plumas -los pájaros no se mueren- queda para el siguiente usuario que lógicamente se pondrá en otra limpia hasta que adivine la formula de comerse él solo el aperitivo. Las coronas de píos no parecen oportunas. Además, imagínese los chillidos de los animalillos sin poderse mover.
¿Qué solución podemos inventar para este trágico problema cotidiano?
Un mago que toque una flauta y se los lleve detrás, pero ¿a dónde los conduce? A la playa no, imposible tomar el sol, al monte tampoco ¿por dónde vamos a caminar? ¿Al mar? Una insensatez, se comerían los peces.
Creo que este problema, aparente frívolo, es muy profundo. No lo puede arreglar el Gobierno entero con todos sus ministros.