He robado

A veces, un hilo transparente separa la realidad del sueño.

He dormido mal porque he robado. Mi delito es tan grande que no puedo pedir perdón a una persona porque son muchas las personas robadas, tantas que esta noche se han colocado en torno a mi cama como fantasmas en una pesadilla que no se ha terminado al despertar. Seguía desazonada, luchando conmigo porque también me había robado a mí misma. Yo me había robado y nadie me iba a condenar. Mi delito era abstracto, pero he sido consciente de robar horas, días, y años a tantos hombres y mujeres que han ido escribiendo, con trabajo, disciplina y paciencia, historias que yo he usurpado para colocarlas en mi biblioteca virtual sin pagar el precio del libro.

Primero dudé. No podía arrebatarles impunemente un libro que acaba de salir esta semana a la venta. Un libro que se ha tardado años en escribir. Era una tentación anónima, como en “La barca sin pescador” de Alejandro Casona. En esa historia se cuenta que “En el remoto confín de China vive un Mandarín inmensamente rico, al que no hemos visto y del cual ni siquiera hemos oído hablar. Si pudiéramos heredar su fortuna, y para hacerlo morir bastaría con apretar un botón sin que nadie lo supiera, ¿quién de nosotros no apretaría ese botón?”. Pones un dedo en cualquier país del mundo. Nadie se enterará y tú tendrás poder, dinero, fama. Y el dedo del protagonista –un hombre de negocios en bancarrota- se quedó en un pueblito de pescadores. Allí, mientras la esposa esperaba la vuelta de su marido del mar, un viento inesperado le lanzó al fondo del acantilado de rocas. Nadie supo que a miles de kilómetros un desconocido había apretado un botón. Un crimen a distancia anónimo. La intención de matar es suficiente. Un deseo había decidido el destino de aquel pescador que dejó su barca vacía. Nadie lo sabrá y nadie podrá castigarlo, es sólo un momento. El remordimiento es más tarde, cuando el crimen se ha perpetrado. A veces, la contrición llega antes que el delito. ¿Por qué lo hice?  “Después –cuanta Alejandro Casona- me asaltó una amargura mayor. Empecé a pensar que el Mandarín tendría una numerosa familia que, despojada de la herencia que yo consumía en platos de Sevres, iría atravesando todos los infiernos de la miseria humana, los días sin arroz, el cuerpo sin abrigo, la limosna negada”. ¿Por qué puse el dedo en el mapa?. Ahora soy yo la que se pregunta ¿por qué anoche  di una simple pulsación sobre una palabra que decía: descargar? En medio minuto tenía el libro en mi tablet. La emoción no me permitió reaccionar. Después pulsé otro y otro y más. Y en cinco minutos había bajado ocho novelas impunemente. Luego llegó el remordimiento y mis disculpas. “A mí también me roban -pensé-, bajan mis novelas gratis”. Me avergüenza porque, por desaprensivos como yo, Internet se ha convertido en una cueva de ladrones para los escritores.

Esta mañana en el muelle he visto una hoja colgada de un árbol con un hilo de pita. Pienso que la habrá colocado primorosamente algún pescador que vería desesperanzado que los peces no picaban en el anzuelo de su caña. Quizás fue un instinto de supervivencia, un sencillo entretenimiento o una inusitada poesía. Retener una hoja, arrancarla del otoño para que permanezca quieta sin que se la lleve el viento. A veces, un hilo transparente separa la realidad del sueño. Un hilo, como una pulsación táctil,  que te convierte en un instante en vulgar ladrón de palabras.

Dominar el instinto es una educación del alma que consiste en ínfimos detalles que ni se advierten. Es sostener una hoja en un hilo y pagar tres euros a un autor que se queda sin barca porque yo elijo su libro en un cuadrado que dice “descargar gratis”. Todos tenemos un pequeño ladrón en nosotros mismos. Pido perdón a los escritores que he leído sin pasar por caja, y perdono a quién ha bajado mis novelas gratis. Pero, por favor, que sea la última vez. Es el precio de un desayuno a cambio de una sonrisa de satisfacción por el número de novelas vendidas. Créanme, es un precio tan pequeño…

Tan pequeño como elegir una ciudad, en un una votación escueta, para el protagonismo mundial de unos Juegos Olímpicos. No voy a juzgar el buen gusto o malo de un jurado, pero el Presidente español y la Alcaldesa de Madrid no parecen los mejores portavoces del nuevo futuro que siempre supone una Olimpiada. Vendrán tiempos mejores y más clases de inglés para los que se acercan al micrófono. Yo tengo mucho que callar porque justo sé decir yes, pero no me expongo a que cuestionen públicamente mi grado de aprendizaje de la lengua de Shakespeare. Hay insensatos que no tienen miedo al ridículo y, además, se creen graciosos. La vida…

Los Juegos Olímpicos era un soñar sin haber dormido, es como si pretendiéramos que el mundo fuera ciego. En cierto sentido, como he leído en un dorsal de una camiseta que llevaba un chico despreocupado –posiblemente sin saber el peso que conllevaba la frase- “el futuro ha sido escrito”. Al menos, el futuro cercano, tan gris en nuestro entorno y lleno de nubarrones inciertos. Pero estas premoniciones son abstractas, globales y políticas. Pienso, felizmente, que nuestro futuro personal lo escribimos solos cada día. Para nuestra intimidad no necesitamos votaciones de extraños, tampoco necesitamos pensar en inglés para que nuestro acento  tenga una perfecta dicción y oratoria. Nuestra meta inmediata es ser honrados con nosotros mismos y con los demás. Quizás por eso estoy tan preocupada. He robado el futuro escrito para otros. Podía haber vendido un libro más para estar en la lista de los más leídos. Esa lista de diez títulos a la que queremos ser incluidos todos los escritores.

La fama –más bien llamar la atención- es lo que buscan los nostálgicos franquistas. Patadas, puñetazos, gases lacrimógenos… Volvemos al pasado intolerante de la dictadura. Si usted cierra los ojos, en un segundo puede encontrarse en aquellas manifestaciones sesenteras donde muchos abuelos de hoy aprendieron a correr y llegaron a la meta. La Democracia se ganó a golpe de carreras y manifestaciones, pero, ya ven, siempre hay locos que no aceptan la libertad para todos. Prefieren privilegios para unos pocos y puñetazos o pataletas de niños pequeños. La vida… la intolerancia es patrimonio de los débiles. Son los ladrones de ideas.