Ser padrino tiene un vínculo de eternidad. Te eligen para hacer funciones de padre y madre si es necesario. A lo largo de los siglos esa presencia se ha mantenido, aunque el término está mezclado con unas gotas de fórmula social. A mí me gusta ese compromiso de cariño que se adquiere al apadrinar a un bebé. Mi sobrina Silvia, envuelta en organdís y lazos y cobijada con felicidad, entró en la iglesia de los Agustinos de Portugalete en los brazos de los dos hermanos mayores de sus padres. Javier y yo llevamos a la niña a la pila bautismal. Javier Caño se fue al más allá y Silvia se acaba de casar. El día de la boda yo sentí que la ausencia de este querido tío llenaba de melancolía la preciosa celebración. Javier hubiera disfrutado viendo a su ahijada y sobrina favorita entrando en la capilla de la universidad de Deusto. Una universidad donde él fue muchos años profesor.
Silvia, como una ninfa del bosque, con un vestido virginal y una corona de flores, llegó al templo con su padrino de boda, mi hermano. Me encantó verle cogiendo con ternura a su niña. Una niña que observaba a los asistentes con la misma sorpresa que el día de su bautizo. La sonrisa enamorada se paseó por los bancos. Mentalmente los reunidos nos convertimos en espectadores de un romántico cuento de hadas. La miramos, y en esa mirada nos unimos nacionalidades distintas que hablaban un lenguaje común. Todos queríamos que Max y Silvia fueran felices. Su historia es muy bonita. Se conocieron lejos de aquí, con otro idioma y otra cultura. Londres era la ciudad de encuentro. En Londres trabajaba Silvia y Max. Mi nuevo sobrino parece un inglés por su forma de ser y su educación, pero tiene la sofisticación cultural de su madre francesa y el exotismo de un padre hindú de Sri Lanka. Los invitados, familia y amigos, pertenecían a los cinco continentes: franceses, australianos, ingleses, alemanes, suecos, australianos, chinos… El acto religioso se convirtió en un prodigio lingüístico perfecto. El sacerdote hizo una plática preciosa en inglés, francés y español. Todo fue exquisitamente organizado. Mi ahijada parecía una princesa medieval que se había escapado de una leyenda artúrica y el novio un caballero de las mil y una noches.
Pienso que a ustedes que me leen les dará igual la boda de mi sobrina, pero vivo en las palabras. Los recuerdos y los instantes entran en el ordenador y no sé por qué hablan por mí. Es como si cada día no pudiera pasar la página sin transcribir mis nostalgias, alegrías, penas…Quizás, por esa insistencia, les tengo que decir que he vuelto a vivir las bodas de mis hijos. Los preparativos… En mi vida siempre “he ido de hija”. Creo que mis hijos han tenido que asumir esa responsabilidad y ellos –más que yo- fueron los que realmente prepararon su boda. Fui inconsciente –o consciente- muy feliz en aquellos días, aunque sentí una tristeza nostálgica al ver que definitivamente se había terminado una etapa maternal y empezaba otra. En cada matrimonio recuperé –o me regalaron- otro hijo. Quizás no lo supe -o no lo sé- hacer muy bien, pero me suena mal la palabra suegra y, tampoco me gusta, el de madre fingida. He querido y quiero ser para mis nueras y yernos -qué palabras más feas- amiga. A lo largo de los años han tenido que aceptarme con mis múltiples defectos. Cuando viajo sola, ellos consiguen sacarme del aeropuerto sana y salva y guiarme con el móvil para pasar por escaleras metálicas, pasillos interminables y llegar al final de salida: Exit, una de las únicas palabras que me señalan internacionalmente la última puerta.
También han tenido que aceptar que soy un poco criticona. La miseria humana me llena de porquería como a cualquier mortal. “¿Por qué lo he hecho?” “¿Qué ha pasado?” Miles de comentarios que uno puede evitar y no pasa absolutamente nada. Es mejor callar, porque si no, luego te remuerde la conciencia. Siempre. Pero yo quería hablarles de la boda de mi sobrina, de los preparativos que a lo largo de un año han llevado minuciosamente mi hermano y mi cuñada. Cada detalle, cada flor, la música, el entorno del lugar de la celebración, el deliciosos champán, traído de Reims por mi hermano y cultivado por la familia de Max. Hasta este íntimo detalle se había cuidado con esmero y etiquetado para el día. Incluso había fresas para degustar junto a un sorbito de champán. El lugar de la celebración era precioso, un caserón vasco lleno de árboles y flores con una piscina al fondo. Todo fue bucólico, elegante y discreto en su belleza. Silvia parecía una princesa en su propio palacio. Se movía entre todos como si fuera una figurita de porcelana que se rompe al tocar. Su ramo de flores se quedó en las manos de Nerea, su hermana. Un buen augurio de futuro. La próxima novia será ella.
La verdad es que hubiera querido estar más con mi hermano y con su mujer, más con mi sobrina… y te das cuenta de que ha pasado el día con las omisiones, las cosas que quisieras haber dicho y no dijiste. Es un defecto que suele ocurrirnos, eso de “a toro pasado” es una gran verdad. No sabemos agradecer suficiente el cariño y las horas que ha habido detrás para que un día completo –desde el mediodía hasta casi el amanecer- esté todo en su punto. Organizar a los invitados de distintos países y hacer que cada uno se sienta cómodo y querido. Creo que ese es el milagro del éxito. La perfección silenciosa de un momento irrepetible, y esa gestación, dentro del nerviosismo del día, llegó al máximo.
Max y Silvia se han ido a Brasil para envolver con samba los recuerdos y mi hermano y su mujer a Islandia, para enfriar el calor de tantas horas de preparativos.
Mi querida Silvia ya es una mujer casada, quizás un día me haga tía abuela y, en ese momento, pensará que la eternidad quedará siempre en la descendencia que hemos creado sin ser conscientes de ello.
Pienso que, mi familia y ustedes que me leen, estarán hartos de tantas intimidades compartidas. Quizás nací para contar y poco más sé hacer.