La primera camelia de Adviento

“La experiencia es una llama que no alumbra sino quemando”.

Cuando me levanté la vi. Estaba escondida entre las hojas como temerosa de que descubriera su belleza. Estaba mirando a la ría y quizás pensando que había nacido en una mañana sólo para ser hermosa para sí misma. Me acerqué y toqué uno de sus pétalos, todos tan perfectos que rozarlos daba pena por si el tacto de seda se mancillara. Era la primera camelia de mi balcón. La primera de diciembre, un mes que no sólo trae muérdago y abetos. La saqué una foto para que mis hijos vieran mi primera camelia, y me puse a escribir; pero la camelia me quitaba, en su silencio, la concentración. Me pedía algo porque para una planta y, para las personas también, crecer es decir adiós. La flor, mañana, no estaría tan espectacularmente hermosa. La camelia, la más perfecta de las flores, me llamaba. A media mañana me preparé para salir. Iba a la Cava, la casa de Rafaela Ibarra, quería visitarla porque la última vez que estuve me dejó la sensación de que tenía que volver. Su sonrisa dulce también me llamaba. Había quedado con la madre Jesusa, la directora de la residencia Nuestra Señora del Rosario, regentada por las religiosas de la Congregación de los Ángeles Custodios. Su compañía me daba paz, y la serenidad es lo que más necesito. Cuando iba a cerrar la puerta de casa, la camelia me llamó o yo, en mi encendida imaginación, oí su voz. “No me dejes”. La cogí con ternura y la corté. La puse en un papel de plata y la metí en el bolso. Se la llevaré a Jesusa, pensé.

Hacía sol y al mirar la camelia cuando iba en el tren sentí alegría de niña pequeña. Me acordé de mi infancia, cuando íbamos a coger camelias a una antigua casa de mi abuela en Ugarte. Le llamaban el Palacio y había delante dos grandes árboles de camelias: uno rosa y otro blanco. Quizás por el recuerdo de aquellos años felices, tengo en mi terraza tres camelias que se van haciendo grandes.

Cuando entramos en La Cava sentí a mi camelia feliz. Se respiraba la presencia de Rafaela. Por segunda vez, visitaba el caserón donde vivió la santa, por segunda vez, tocaba con ms manos los objetos que ella había tenido, las ropas que había vestidos, los salones con artesonados dorados donde había bailado de adolescente, los cuartos de sus hijos y su cama, donde había muerto rodeada de los que quería.

Jesusa cogió la camelia casi sin rozarla. “Será para Rafaela“–dijo. Se la enseñó al resto de religiosas y todas admiraron la belleza perfecta de la flor. “He pensado – exclamó Benita con una gran sonrisa- que se la pondremos en el altar al Señor. Esta tarde, a las 7, tenemos exposición del Santísimo”. Jesusa me dijo que la pusiera yo allí donde al atardecer iba a estar Él. “Te mandaremos una foto”. Con un nudo en la garganta, he recibido por whatsapp el instante en que mi primera camelia sirvió para adornar la presencia de Dios en el oratorio de la Cava. Ignoro qué le dijo el Creador del Universo a mi flor, pero sé que a mí me había pedido que la llevara, lo que yo ignoraba era que sus pretensiones eran las más altas que una flor puede querer. Estar ella sola en el mantel blanco de hilo en el centro del altar, al lado del mismísimo Dios.

Esta noche me he acordado de André Frosard, el prestigioso periodista y escritor, hijo del primer secretario del Partido Comunista francés. Era un ateo perfecto. En la cabecera de su cama tenía a Karl Marx, en su casa nunca había oído hablar de religión. Y un día, en el barrio latino de París, entró por casualidad en una iglesia pequeña porque había quedado con un amigo en la puerta. Hacía frío y se metió en el templo a esperarle. En un pequeño altar se estaba celebrando la bendición del Santísimo Sacramento y Frosard al ver la Custodia sintió que el mundo se paraba y su corazón latía apresuradamente. Una luz mística le envolvió con una presencia del más allá y todo su cuerpo gritó: “Dios existe”. Entró ateo y salió convertido en católico. “Fue un momento de estupor que dura todavía- contaba. Nunca me he acostumbrado a la existencia de Dios, pero Dios existe, yo me lo encontré”.

Con este recuerdo, he sacado el nacimiento antes de dormir. Tengo una Virgen blanca, con San José y el Niño en el mismo color. Las he puesto junto a la corona de Adviento y al lado la mula y el buey. El Niño Jesús está en el medio, entre pajitas, y he pensado en una cuadra. Una cuadra que no tenía estrellitas doradas, ni ángeles cantando. Una cuadra que olía a estiércol, una cuadra donde la paja estaba sucia. Jesús nació en una cuadra de las afueras de Belén, porque, nadie en ninguna posada, recibió a aquella joven embarazada, acompañada de un muchacho que era su esposo. Me imagino las lágrimas de José cuando María empezó a sentir los dolores del parto. Desesperado, buscando algún lugar para poder descansar y atenderla en el nacimiento. Y sí, encontraron una cuadra –según la tradición- con una mula y un buey. Allí vino el Niño y su madre lo recostó en un pesebre. El lugar más limpio que encontró, el pesebre donde se alimentaban los animales.

Me he quedado con dos angelitos en la mano y una guirnalda de estrellas doradas. Es el tercer domingo de Adviento y he encendido la tercera vela de la corona. Permanezco a oscuras con las velas encendidas y he pensado en una frase que leí de Galdós: “La experiencia es una llama que no alumbra sino quemando”. Cuando puse hace días la corona de Adviento no pensé en tantas cosas que ahora dan vueltas en mi cabeza buscando un sitio. Un círculo –símbolo de las estaciones, inmortalidad del alma-, ramas verdes – continuidad de la vida, vida eterna- y cuatro velas. Una ha de ser morada –espiritualidad-, otra verde –esperanza-, rojo –alegría- y rosa –cercanía de la Navidad-.

La corona de Adviento está a la entrada de numerosas casas. Muchos de ustedes no saben –tampoco yo lo sabía entes- que el Adviento coincide con el invierno, con los días de poca luz, por eso hay que iluminar con velas las casas. Eran los días de las saturnales. Dias Natalis Sikus Invictu –Festival del Nacimiento del Sol Invicto-, una festividad romana dedicada al Sol Invictus, al solsticio de invierno. La tradición pagana la recuperó el cristianismo en los países nórdicos. Ahora entra en nuestra decoración navideña sin saber, como tantas cosas que nos rodean, qué hay detrás de los pinos. Y leo que el color rosa de la vela fue en recuerdo de una tradición que nada tenía que ver con los cirios. En el cuarto domingo de Adviento se le regalaba una rosa al Papa. He pensado que este año pondré en mi corona de Adviento una camelia, o dos o tres porque en estos días nacerán nuevas camelias y son rosas las que tengo en el balcón.

Al fin, escribiendo todo lo que me ha ocurrido hoy, no he pensado ni en Mariano Rajoy, ni en Donald Trump, ni en Pablo Iglesias, ni en el gobierno de Francia, ni el de Austria, ni el de Italia. Terminaré de poner los angelitos y las estrellas, los colocaré al lado de la mula y el buey y me iré a dormir. ¿Cuántos días quedan para Navidad? Los niños seguro que los tienen contados.