De nuevo asomada a la ventana de Deia gracias a la ayuda de todos ustedes. Gracias a los que me han visitado en la clínica, gracias a los que me han escrito, gracias a los que me han llamado por teléfono, gracias a los que en silencio han rezado por mí y me han enviado cielos enteros de luz y energía. Gracias a los médicos que me han operado y a las enfermeras que me han cuidado como a una princesa. Las palabras son demasiado sencillas cuando quieres expresar los sentimientos del alma. Pero no hay otro instrumento que el lenguaje para poder escribir gracias
He pasado –y paso- mucho miedo. Tanto que los pensamientos me alborotan la cabeza con posibles angustias. Van y vienen como las olas. Suavemente. Siento una ligera paz y pienso que la vida es bella. Lo más hermoso que tenemos, y no nos damos cuenta de esa posesión única e intransferible hasta que te sientes al borde del precipicio. En los extraños sueños que me han acompañado estos días intentaba imaginarme paseando por una playa escuchando el rumor del mar, pero no conseguía fijar la imagen, se iba. Flotaba en un vacío ingrávido. Las letras bailaban y no podía unirlas. Parecían notas musicales perdidas por la habitación. En ese soñar despierta o dormida, sobre la mesilla, vi un periódico. Rafael Frühberck de Burgos había muerto por el mismo visitante misterioso que había entrado en nuestro cuerpo sin avisas: el cáncer. Después de leer su marcha al más allá, mi cuarto se llenó de música. El primer concierto de mi vida lo dirigió él. Fue La Sinfonía del Nuevo Mundo, en El Teatro Baracaldo. Yo tendría unos 12 años. Y, desde aquella noche, la música entró en mi vida para no separase nunca más.
Escribo acompañada por sonatas, oberturas, preludios y romanzas. Cada artículo tiene música de fondo y cada novela es como una película, con el murmullo de fondo de una banda sonora. En mis novelas los protagonistas se mueven al compas de los instrumentos que oigo en mi mundo interior. Leonora vivía en Mahler; Hildegard, La mujer de las nueve lunas, en cantatas medievales; y Leda, La dama del cisne, con Prokófiev, Rachmaninov y Schoenberg.
Las letras y las notas musicales creo que se enamoran en el aire. Juegan, revolotean y se abrazan como apasionados amantes, No sabría escribir una historia –corta si es artículo y larga si es novela- sin la compañía de canciones o escalas de piano. Es el alimento del espíritu que me ha hecho volver a vivir y estar de nuevo con todos ustedes. En el silencio interior de estos días he oído la obertura de El barco fantasma de Wagner, el lamento de la princesa Turandot, El Mar de Debussy, el Amanecer de Grieg. Mi eterna canción de Camelot: Si alguna vez me marcho de Robert Goulet, Extraños en la noche de Sinatra, o cualquier tema de Mikel Laboa. Hay una carpeta de música interior que enciende el pensamiento cuando la necesita. Esa música, con el recuerdo de mi familia, mis amigos y todos ustedes que ahora me leen, ha mantenido expectante y con ganas de ponerme al ordenador para decirles que el primer miedo ha pasado.
En mi ausencia, las flores de la terraza han crecido. La buganvillas cubren la pared de un intenso rosa fuxia, unidas al jazmín. Las hortensias han florecido y los rosales tienen unos capullos preciosos. Los geranios, como locos, se han multiplicado apretados y lucen hermosos pompones grandes rojos, rosas y chinos. Y la verbena y la hierbabuena reparten su aroma a todas las macetas y jardineras. La ría está, como siempre, preciosa. Todo en su sitio ajeno al devenir de cada día. De la clínica me he traído centros de flores y ramos de margaritas, peonias y rosas. Mi habitación se ha quedado con el olor de distintas flores que han conseguido que mi estancia fuera más acogedora. Y he vuelto a pasear por el muelle en esta nueva vida. Sí, la vida es bella.