Parece mentira pero es verdad

La imaginación y la realidad se tejen tan juntas que, a veces, se confunden.

Urkiola está precioso. Un sol pálido de marzo juega con los árboles centenarios. Entre el manto de las hojas del otoño, está la ermita de los Remedios -Santutx-, el santuario de Santa Apolonia y su agua milagrosa que dicen que cura los dolores de muelas y los problemas de la boca, el Santo Cristo de la Vera Cruz y al lado un humilladero donde se lavaban los peregrinos. El Vía Crucis de piedra impresiona en la inmensidad de los árboles centenarios. Al final es imposible no hacer una exclamación ante la belleza de un balcón espectacular.

Mi hermano Javi y yo paseamos por una antigua calzada romana. Está perfecta. Antes –un antes de cientos de años- hacían bien las cosas. El bosque del Santuario está vacío, porque es miércoles, los fines de semana se llena de niños y mayores, algunos son montañeros y suben andando a este impresionante parque natural coronado por una iglesia grande sin terminar. Cerca del templo está la piedra de los casorios, dicen que la roca del amor es un meteorito. Hay que dar siete vueltas en la dirección de las agujas del reloj para conseguir novio y si las vueltas se hacen equivocadas la joven se queda solterona. El rito es ancestral. En la antigüedad había que pinchar en un cojín que había dentro de la iglesia. Con camotón blanco si se quería novio rubio y con camotón negro si preferían morenos

Las 11, la campana nos llama.

Estamos en familia y hay un recogimiento que hace creer más en lo que no vimos.

A las 11, en un altar donde se venera a San Antonio de Padua y San Antonio Abad, los dos santos juntos para que no se enfaden, en el primer banco estamos cinco y dos sacerdotes concelebran en la intimidad del santuario. Nunca pensé tener un privilegio tan grande. En la Misa, el sacerdote nos llama por nuestro nombre y pide a Dios ayuda para los que él sabe que queremos. En la Consagración el tiempo se para. “Aquí –dice- está Cristo, el mismo Cristo que murió en la cruz y resucitó”.

“Parece mentira pero es verdad” y Joseba Legarza nos muestra el cáliz y la hostia en el altar. Un misterio. Habla con nosotros cercano. “Parece mentira, pero es verdad”, me queda está frase y muchos más sentimientos difíciles de explicar.

Sobrecogidos, esperamos el vino para mojar la hostia en el cáliz. Me acuerdo de Mario Benedetti: “Si Dios existe, perdonará nuestra falta de fe”. Cantamos, rezamos y siento -¡cómo tantas veces!- no hablar en euskera para entender todo, aunque con suma delicadeza, el sacerdote alterna las palabras, para que no me sienta extraña.

Se ha abierto la Cuaresma como un abanico de posibilidades. Antes, también, se hacía ayuno y abstinencia. Recuerdo que en mi casa se comía bacalao. Lo odiaba. Era comida de mayores.

Empieza un tiempo de penitencia y la palabra penitencia suena extraña. Ya no está en nuestro vocabulario cotidiano, y mortificación, menos.

Después de la Misa, en el comedor de la casa de los sacerdotes de Urkiola, tomamos un vaso de vino tinto, chorizo y queso. La conversación se hace fácil. Mi hermano Javi conoce a Joseba desde hace años. Aquí, aprendió las primeras palabras en euskera. De regalo, le trae libros en euskera, porque lo que más le gusta son las plantas y leer. Para no ir con las manos vacías, le llevo un estudio de lengua vasca dedicado por Txilardegui en 1981. Le gusta. Animadamente hablamos de las tertulias que pasaron en aquella sala.

– ¿Y qué fue del obispo que vivía con vosotros”? –pregunta mi hermano.

– Sigue aquí. Tiene 101 años.

Cuenta que un día abrió la puerta del santuario a alguien importante y los invitados le dijeron a Joseba: “nos ha dejado pasar el obrero que tenéis de portero”. Era el obispo, con un jersey viejo que quería en el alma. Se lo encontró, hace muchos años, en una rama de un árbol. Fue obispo de Ecuador. Nunca lleva signos de su condición eclesiástica. En Elorrio, en la fiesta de Berriochoa, hubo una gran ceremonia litúrgica, había más obispos y todos llevaban el solideo en la cabeza. Nuestro obispo miró a los lados y le cogió al santo el solideo que tenía puesto. Al terminar la misa se lo colocó de nuevo en la cabeza y nadie se enteró del robo temporal a Valentín de Berriochoa.

En esta mañana de marzo quisiera robar la fe, la inmensa fe que se respira en el aire.

Cuentan las leyendas que desde el Amboto, el punto más alto del parque, la diosa Mari contempla el santuario de Urkiola. Los lugareños creían tanto en Mari que acudían a pedirle que ahuyentara el granizo. Hasta el párroco iba a celebrar misa a la entrada de la cueva. Al amanecer la dama, vestida con una túnica verde, dicen que se peina su cabello rubio con un peine de oro. Hoy la dama debe de estar de buen humor porque hay sol. Las leyendas cuentan que el clima de Euskadi depende de la tristeza o la alegría de Mari. La dama de Amboto es la gran diosa de la mitología vasca. Es muy difícil llegar a su morada, por eso los pastores levantaron un santuario donde los fieles rezaban a San Antón. Aseguran que debajo del hábito del patrón de los animales se esconde Mari.

La imaginación y la realidad se tejen tan juntas que, a veces, se confunden. Hay que mantener la fantasía para volver a soñar el presente. En Urkiola viven juntas. ¿Cómo pudo ser el santuario terminado? Hay que pintarlo en el aire, porque los muros iban a ser torres que se han tapado con cemento. El pórtico sigue como pudo ser, un monumento a la vida de Vizcaya: una laya- símbolo de la agricultura-, una turbina de piedra –la industria- y un ancla –el mundo del mar.

Según la tradición en el santuario –entonces posiblemente ermita- hubo culto antes del a Edad Media, había un hospital donde se atendía a los peregrinos. En el siglo XIII se veneraba a los dos San Antonio y es creencia popular que una noche San Antonio durmió y celebró misa en la ermita de San Antón.

Quizás San Antonio vuelva. Todo seguirá en orden esperando al futuro. Ha entrado sangre nueva para administrar y cuidar el recinto sagrado y mantener la continuidad de las tradiciones religiosas y profanas. Hay muchos proyectos, pero en la fuente de Santa Apolonia seguirá brotando el misma agua. Es la que beben los sacerdotes cada día. Me cuenta Juanjo que, como hay tanta gente que se acerca al manantial, un día preguntaron al medico de la zona si el agua era potable.

– ¿Todos ustedes toman? –preguntó.

– Sí.

-¿Y el obispo también?

– Por supuesto.

– Pues yo me apunto –dijo el doctor con firmeza.

Un siglo y una año de vida es una buena propaganda para el agua.

Sé que usted que lee sabe la mayoría de estas historias y ha subido muchas veces a Urkiola y hasta dio vueltas en torno al meteorito. Sus hijos posiblemente irán y sus nietos. Decía un político francés que en cada encrucijada del sendero que lleva al futuro, la tradición ha colocado diez mil hombres para custodiar el pasado. Otro sabio aseguraba que nosotros somos como los árboles y nuestros problemas como los torrentes, las tormentas hacen que los árboles tengan las raíces más profundas.

En las historias de la vida todo es dejarse llevar, como las hojas que aunque se caigan del árbol saben que son del árbol.