He ido de compras a Bilbao. Como una posesa de un pueblo perdido, he adquirido hasta pasta de dientes, cuando la del súper es más barata. Me ha entrado una voluntad de compra, una lujuria tan intensa y descontrolada que hasta me he venido con dos rollos de papel de regalo. Como pueden figurarse, entrar en el metro ha sido una odisea porque, además, estos días me siento insegura y a veces llevo bastón. Felizmente no me he dedicado a rebajas porque me tendría que haber vuelto en taxi.
En cada tienda que entraba me pitaba la alarma y, como una pordiosera ladrona, he tenido que depositar mis insustanciales compras, en el mostrador de la caja. El encargado iba y venía con mi bolsa y seguía pitando. Al fin -después de un mal rato- he recordado el gran descubrimiento: ayer me compré un billetero y a la dependienta se le había olvidado quitar la alarma.
Con las miradas de todos los clientes, he podido salir con mi dignidad dañada.
Por fin en casa, derrengada, veo una revista de moda (también es una de mis compras y la más gorda del kiosko), disfruto envidiosa de playas con palmeras, aguas turquesas transparentes, papagayos y tortugas gigantes. Me quedo imaginando esos sitios que nunca iré este año y vuelvo a la realidad. Pasando de hoja encuentro un anuncio. “Imprescindible en tu bolso” -dice una chica monísima-, y veo un pequeño neceser con una laca y un peine rosa. En la siguiente página hay una mini plancha de pelo divina de color rojo que tiene la particularidad de no necesitar cables y ser muy liviana. “Ideal para llevarla siempre cerca de ti”.
Sigo plácidamente y me encuentro con un delicioso estuche de maquillaje con veinte sombras diferentes y que ocupa poquísimo, tan poco como tres barras de labios distintas en una bolsita amarilla de seda. Para urgencias -en agenda de objetos urgentes- hay una carterita de motas rojas y blancas con una tijerita, una lima y una pinza de depilar. También veo unas pastillas de menta en una cajita de lata encantadora, por si necesito un aire bucal o me da la tos inoportuna. “Exclusivos para viaje”, hay unos estuchitos de color cielo que contienen tiritas y algodón prensado.
Todo es indispensable para una buena previsora.
Y ahora llega otra realidad. Cuando salimos por la puerta, antes hay que meter el móvil y el cargador, las llaves, el colorete habitual, el foto protector -por si algún día despistado, deja de llover y se nos pone una nariz roja como a Tonetti-, el libro que estamos leyendo, la cartera, un cuadernito y un boli, el liquido desinfectante y una crema de manos, porque tanto lavado nos está dejando la piel como un lagarto…
Todo imprescindible y sin lo que no puedes marcharte de casa.
Mentalmente voy llenando el bolso (el de los caballeros no difiere tanto del de las damas, aunque tienen que añadir objetos de afeitar para imprevistos y el bolso masculino es más difícil porque lo llevan debajo del brazo)
Estoy preocupada. Me imagino que ir al aeropuerto puede ser más complicado que el viaje del millonario a la luna. Al fin él tenía todos los papeles en orden y a nadie se le ocurrió hacerle una prueba de covid de última hora. La verdad es que nos están complicando la vida desesperadamente. Uno de mis nietos que estudia en Suecia, al volver de vacaciones, ha tenido que hacer dos confinamientos. Uno porque se reunió con sus amigos y otro por quedar en Barcelona con los compañeros de universidad. Resumiendo, de tres semanas que venía, dos han sido confinadas. Ahora está con mi hijo en el Camino. Me imagino que el santo jacobeo espante todos los virus malignos y puedan llegar felizmente a Santiago. En su mochila no llevan “por si acaso”. Lo justo y nada más.
Me acurruco en el sofá, miro por la ventana y veo que el sol se ha vuelto a ir al sur. Llovizna… Así me quedo en casa, leyendo unos cuentos maravillosos de Borges o viendo una película de Javier Cámara que siempre me levanta el ánimo.
Mañana será otro día.