Bárbara Streisand, mientras escribo, está cantando “People”. Si una canción me gusta mucho, tengo que dejar de teclear para escucharla y como el pensamiento es como un globo desbocado, un globo rojo con forma de corazón que se suelta del dedo de una niña y sube y sube hasta perderse de la mirada. Vuelvo al ordenador cuando explota el globo en el cielo y termina la canción. En ese tiempo indeterminado, viene a mi memoria Beutiful People, una palabra que aprendimos a decir, mal que bien, de tanto oírla en las noticias del colorín. Esa gente guapa, bronceada y feliz que reía en las cubiertas de los yates, que se tumbaba al sol en las playas de palmeras, que se casaba y se descasaba en bodas mágicas a la orilla del mar, con guirnaldas de flores y vestidos imposibles de tan bonitos. En las terrazas de Ibiza y Marbella –también en Miami y las Malvinas- tomaban bebidas exóticas con biquinis minúsculos y viseras deportivas. En invierno esquiaban y después se envolvían en pieles blancas, mantas de cachemira y botas de diseño. Las cabañas, donde se recogían para descansar, tenían chimenea y cómodos sofás. Por los cristales se veían caer indolentes copos de nieve. Viajaban a París, Londres, Roma y Nueva York para hacer compras y los chóferes recogían de sus manos numerosas bolsas con marcas que nos daban envidia: Prada, Ferragano, Dior, Fendi… Esta gente parecía que nunca trabajaba, por eso, era tan feliz y ciertamente, era feliz. Había aprendido a vivir en un mundo restringido, dónde sólo se admitía al poder. Ese dios grandioso era el ídolo al que adoraban y el ídolo que les mantenía.
Misteriosamente -¿cuándo empezó el desfile?- una parte de esta ‘beatiful’ –a la que secretamente admirábamos- empezó a apagarse, algo había fallado. Poco a poco, fuimos viendo a aquellos banqueros poderosos, guapos y bronceados, a aquellos políticos con palos de golf y mirada distendida en campos verdes, a aquellos deportistas campeones mundiales, a aquellos empresarios distinguidos fuera de juego. Su verdad era que amontonaban dinero robado. Robaban a pobres ahorradores, a los jubilados que guardaban sus pensiones y también a Hacienda. Sus millonarias cuentas se guardaban en Suiza, Andorra o lejanas islas.
La fiesta cambió y empezaron a llevar pulseras menos sofisticadas para entrar en la cárcel. Y nos acostumbramos a ver a los mismos que nos deslumbraban, sentados en banquillos de juzgados, escondiéndose de los fotógrafos con chaquetas en la cabeza. La beatiful people tenía trastienda. Los más valientes, aceptaron sus robos, pidieron perdón y cumplieron su condena en la cárcel, aunque después de jurar y perjurar su inocencia. Afirmaban desgañitándose –y con personajes importantes, muy muy importantes, que les apoyaban- que todas las acusaciones eran mentira y que su expediente estaba libre de esos manchones tan feos de la corrupción. Pero la justicia, ese poder tan extraño que a veces existe y acierta, llegó y la historia se acabó.
*Miguel Blesa
Dicen, los que vivieron con él los últimos horas, que lo pensó. Fue y volvió a su finca dos veces. Quiero imaginarme su cabeza: Lo hago, no lo hago. A nadie sorprendió que se marchase a descansar o a cazar –es una de las aficiones típicas de esta gente especial- y que se fuera a su finca de Puerta del Toro en Villanueva del Rey. Todo estaba dentro de la normalidad, hasta los pensamientos que iban y volvían dentro de su cabeza. Dicen que cabe una vida entera en unos minutos y Miguel Blesa –nos imaginamos- revivió ese tiempo. El futuro que venía no era de colores: deudas, degradación, humillaciones y cárcel. Egoísta no pensó en nadie, allá se arregle su familia. Los débiles se rinden, en un segundo puede terminar el tiempo incierto y penoso que está a la vuelta de la esquina. Un instante y el alivio del final. Morir es un delito que no resuelve nada, los problemas hay que resolverlos de pie, pero también hay que ser valiente para apretar el gatillo. Blesa había visto muchos animales que caían con un tiro. Un sólo tiro era suficiente si escogía bien el sitio. Sólo un segundo. Y, con la calma de un experto, se disparó a sí mismo. Su última experiencia con la caza fue él, el dueño de la escopeta. Miguel Blesa volvió a la primera página con un silencio muy largo. “El suicido –dice David Trueba- es una puñalada miserable para quienes te quieren y te sobreviven”. Flores, sermones, trajes negros, gafas oscuras, cementerio. Final.
*Yukio Mishima
Nuestro mundo occidental es frío y vacío. La palabra honor se oye poco, está desprestigiada. Hace tiempo me gustaban mucho las obras de Mishima, seguí apasionadamente su vida y su muerte. Él también preparó su muerte. Algunos dijeron que por no ganar el Premio Nobel, pero Mishima estaba desolado por la pérdida de las costumbres tradicionales de Japón. Quería terminar con el sistema capitalista -beber coca cola en vez de té- y volver a adorar al emperador. Su Seppuku (Harakiri) lo escenificó con dolor. Los japoneses no se disparan un tiro, los japoneses se abren el abdomen de arriba abajo con un cuchillo y sacan las tripas. No debe ser un espectáculo hermoso ver un harakiri. Mishima, además, pidió a uno de sus seguidores que después le cortara la cabeza con una catana, la espada japonesa. Sabía, antes de empezar este ritual macabro, que iba a sufrir de un modo espantoso.
Hace unos días vi en TV Madame Butterfly. Todo tan hermoso, todos los almendros en flor, y todo tan espantosamente triste. La dulce mariposa se hizo el harakiri porque Pinkerton, su esposo mentiroso en Japón, se había casado con una norteamericana. Hace unos años un japonés, medalla de bronce de maratón en la Olimpiada de Tokio, se suicidó en la Olimpiada de Méjico por no conseguir otro galardón para su país. Sintió vergüenza. Era su honor. Tenía que haber llegado el primero.
En Occidente somos más prosaicos. Alejandro Casona hasta escribió una deliciosa obra teatral: “Prohibido suicidarse en primavera”. La trama se desarrollaba en un hospital para suicidas. Todos cambiaban en primavera –el doctor lo sabía- ninguno quería matarse una vez cruzado el umbral, porque allí sólo iban los vacilantes, el desesperado profundo se mata en cualquier parte y en cualquier estación del año, como Miguel Blesa.
El amor romántico que escribió tantos versos, pintó tantas obras de arte, siempre por pérdidas amorosas, se ha rebajado. “Entre la vida y yo –contaba Pessoa- hay un cristal tenue. Por más claramente que vea y comprenda la vida, no puedo tocarla”. Ahí está el misterio. Intentar tocar la vida es peligroso. “El suicido es abominable porque Dios lo prohíbe –aseguraba Kant- y Dios lo prohíbe porque es abominable. El final hay que esperarlo, cuanto más tarde y silencioso mejor. Santa Teresa, una enamorada de Dios, en uno de sus poemas expresaba esa sorpresa intocable: “Ven muerte tan escondida/ que no te sienta venir/ por el placer de morir/ no me vuelva a dar la vida”.