Siempre en la memoria, el asesinato de José María Portell

Perdonar a los asesinos no es olvidar aquel calvario pasado.

El 28 de junio de 1978 asesinaron a José María Portell. En aquel tiempo era mi marido, y no necesito ninguna memoria ajena para recordarle en la intimidad de esa fecha. Tampoco necesito homenajes ni flores en su tumba. La verdad es que no me gusta demostrar en público el dolor y menos institucionalmente, pero respeto a quienes sienten alivio en las manifestaciones colectivas de afecto. Los sentimientos son múltiples, como las personas. Mi memoria es mía, y me hace daño que se intente desenterrar el dolor con fines poco claros. Voy a decir algo muy duro. No todos los muertos merecen monumentos aunque hayan sido asesinados por ETA. No me interesa que su nombre figure al lado de caídos, siempre injustamente, pero no se convierten en santos por haber muerto en un atentado.

Con el asesinato de José Mari nadie era consciente de los dos nuevos conceptos que iba a crear la sociedad. “Las victimas del terrorismo” y “algo habrá hecho”. Con esos dos pesos he tenido que ser periodista y madre. La verdad es que ha sido muy duro. La nueva moda de la sociedad es el remordimiento tardío de los nietos o biznietos de la historia. El remordimiento –pienso que ya ¿de quién?- ahora intenta rescatar las rencillas y los asesinatos de la guerra del 36. Es penoso. La guerra civil pasó y, tristemente, en una guerra mueren soldados y gente de a pie de las dos partes. No me parece oportuno, después de más de cincuenta años, intentar indemnizar o ensalzar a las victimas de la contienda. ¿A cuales? Hay miles y no se puede discriminar a ninguna. Tampoco soy partidaria de las santificaciones masivas que van a tener lugar en el Vaticano. Van a faltar muchos mártires merecedores de entrar en ese mundo glorioso de la Iglesia. En los dos partidos había indiferentes –adolescentes obligados a participar en aquella guerra entre hermanos- e idealistas que luchaban por Dios y por la Patria. Ambos eran meros parapetos, blanco vivientes, para solucionar problemas de ambición. Ambición de Franco –ahora su nieta heredará su marquesado ¡será posible!- y ambición de los contrarios –los republicanos, llamados “rojos”- para ocupar su sitio. Han pasado los años y, cuando las heridas se han cerrado, se desentierra a los muertos para justificarse los vivos. La memoria… Pienso que la memoria no puede llenar los errores de una guerra, llamada pintorescamente cruzada. Por otra guerra similar, aunque en Euskadi –ya se llama lucha-, los etarras quieren liberar nuestra tierra de no sé qué podredumbre fascista. ¿Quiénes eran fascistas? Desde luego José Mari, no. Perdonar a los asesinos no es olvidar aquel calvario pasado. Las víctimas de la violencia del terrorismo son –somos- amargamente cercanas. José Mari fue el primer periodista asesinado por ETA, pero, con tanta memoria colectiva estatal, se olvida. Las promesas se quedan en una nebulosa de recuerdos grandiosos, mientras lo sencillo se olvida. Lo importante son las formas. Monumentos absurdos, laureles, hijos ilustres, presencia de las instituciones en los homenajes. Los partidos políticos, para hacer megalómanos recuerdos, se unen. Las formas, siempre las formas. El dolor íntimo a nadie le importa.