Escribir con pluma es permanecer. Las letras del ordenador se borran con un movimiento del dedo, pero la tinta se fija al papel. Es un siempre con una nota de eternidad. Queda lo que se puede tocar, acariciar, sentir. Con el tiempo vas viendo como el pulso tiembla y las letras se parecen -aún más endebles- a las que aprendimos cuándo éramos niños. Dibujábamos la O, la A y la E siguiendo las líneas nubladas de la letra maestra que íbamos copiando con nuestro lápiz encima. Recuerdo ser mayor el día que tuve un tintero de loza blanca adosada al pupitre. La monja, cuando se terminaba la tinta de color morado, nos lo volvía a rellenar. Mi padre guardaba las libretas de caligrafía de mi madre. Eran unos cuadros preciosos.
El principio de todo lo que escribo tiene que empezar en un cuaderno o en un folio blanco. Cada mañana siento cómo mis manos van perdiendo la firmeza sobre el papel, pero sigue embrujándome ese instante de desenroscar la pluma y ver lo que quiero decir en un papel sin estrenar. Me da igual que sea rayado, cuadriculado o milimetrado. Después me atrapa la tecnología y sigo tecleando las letras en el ordenador, casi avergonzada, porque los libros más bonitos que hemos leído en nuestra vida se escribieron a mano. Pienso en Cumbre borrascosas, Emily Bronte escondía debajo de la cama sus cuadernos. Una mujer no podía perder el tiempo con historias irreales. Todo cambia. Hoy es difícil imaginar la vida sin ordenadores ni móviles.
Cierto que nos gustaría cambiar unas líneas de wasap por letras reales escritas en un sobre con sello y remite, pero ya ni los carteros llevan grandes carteras rebosando mensajes. Nuestro buzón se llena de facturas y nos da igual abrirlo que olvidar la llave.
En el jardín de la corona
Gracias al otro correo leo una carta de Frederick. Mi amigo alemán me escribe continuamente de la corona. Me dice que va con la corona al mercado y al paseo. “No puede ir a África, la corona me tiene quieto en casa. La corona -me cuenta entristecido- me ha cambiado la vida. Casi se me olvida escribir por este continuo peso de la corona. Cuando me encuentro con conocidos, la permanente presencia de la corona me quita naturalidad. Mis nietos se asustan por la corona y no vienen a casa. Mi mujer se ha acostumbrado y ya no le preocupa esta obligación de permanecer en nuestra residencia. No tenemos miedo a ningún envenenamiento, pero hacemos que nos sirvan el almuerzo en privado. Desde la nueva situación de la corona, hemos probado comida de distintas partes del mundo. Al fin, siempre te lo he dicho, con corona o sin corona, la gastronomía que más me gusta es la vasca. Aquí, en Frankfurt, prefieren las salchichas, pero es un plato demasiado monótono. Me agrada que los ingredientes sean más regios. Con la corona no creo que me dejen volar en avión a Bilbao. Sin embargo, tengo un hijo en Suecia al que puedo ir a ver con corona y a nadie parece sorprenderle mi presencia”.
Mientras leo sus aventuras, me lo imagino con una pesada corona en la cabeza y sonrío. Frederick nunca utiliza la palabra covid-19. Envidio su torpe lenguaje en castellano y me admira cómo su voz se expresa en euskera. Un idioma tan rico que para decir mariposa puede utilizar cien vocablos distintos.
Adiós a los números romanos
El museo Carnavalet de París se despide de las cifras romanas. De ahora en adelante la historia francesa cambia una parte de la grafía. “Los números romanos pueden ser un obstáculo en la comprensión”- asegura la comisaria del museo, Noémi Giard. El museo del Louvre ya no utiliza números romanos. En algunos círculos académicos la novedad ha creado una gran polémica. Según el periodista italiano Massimo Gramelli, a esta señora “en tiempos de Luis XVI-16 le habrían cortado la cabeza”. La gran sorpresa mundial ha pasado desapercibida Esos signos magníficos que nos mantenían en presente el pasado, se esfuman. ¿Diremos: Carlos 1 de España y 5 de Alemania? Quizás eso es el progreso, pero me da pena que nuestros niños no conozcan los siglos en letras, ni sepan que una alfa y una omega en griego son el principio y el final de un todo.
Es una contradicción enfadarse con el presente que tenemos. Un presente basado en miles de historias y letras que se han acostumbrado a estar en una máquina. Gracias al ordenador se pueden guardar artículos inconclusos. Quizás mañana lo termine, decimos disculpando la pereza de poner punto final. Siento que los años me han dejado parada en la nostalgia de pasar las páginas de un periódico de verdad, como si la historia cotidiana que vemos en TV fuese una ráfaga irreal. Las imágenes se suceden, comiéndose unas a otras, tan rápidas, tan reales y espantosas que prefiero no mirar. Las caras de los políticos arengando a sus seguidores (a veces con peluquero entre bastidores), seres humanos aplastados por la bota de un policía y entrevistas de dudosa realidad. Me asusta ver continuamente, detrás del locutor, un bicho como un erizo que mata de verdad. Esa es la verdad.
Es un sin sentido el taparnos los ojos.
Todo ha cambiado. Puedo no borrar un wasap, pero ya nadie me mandará una carta.