Sofía o la belleza de la muerte

Nos llevamos tan sólo en nuestras pobres manos todo aquello que hayamos hecho por los demás

Cuando la actualidad hace un silencio en el interior de un templo, los años se amontonan, parece que el pasado fue un sueño y nunca ha ocurrido. Toda la historia de un puñado de años estuvo envuelta en música de recuerdo. Un mundo en cada banco de la iglesia; personalidades que fueron políticos, destacados ministros de distintos grupos ideológicos, académicos de la lengua y de las artes, escritores, periodistas. Ya nadie era importante. Nadie. Todos lo fueron en un pasado. Ahora, en este ahora de 2016, en un ahora endeble y miedoso, donde nada se sabe del futuro y mucho del pasado, en el recinto religioso de San Antón, Enrique Barón, el que fue ministro de Felipe González y Presidente del Parlamento Europeo, despedía a su mujer, Sofía Gandarias, con una parte de sus amigos. Más que viudo parecía, con su hijo Alejandro, un huérfano desconsolado.

 

La muerte puede ser bellísima. Sofía Gandarias (pintora, nacida en Gernika) se fue al más allá envuelta en ternura, música y la mirada del Papa Francisco, el retrato que más le costó pintar y ha querido que se quede en la iglesia de San Antón, junto al Padre Ángel, Presidente de Mensajeros por la Paz. El que se marcha es difícil que pueda diseñar su adiós; pero, Enrique Barón, su esposo, hizo para ella el más hermosos homenaje que se puede ofrecer en la vida a una mujer que se ama. No son palabras. Palabras bonitas para contarles que era mi amiga, que la quería mucho, que era la mujer más guapa que he visto en mi vida, que pintaba con una fuerza y dominio perfecto de los colores, que se acordaba de los detalles más queridos de cada persona, que ayudaba a los demás… Su nombre y su recuerdo solo me traen palabras bellas. Para ella recopilaría un nuevo mandamiento: siempre seréis ricos para ser generosos.

 

El Padre Ángel, ese extraño sacerdote con alas pegadas a la espalda, ofició una misa para cobijarnos a todos, hasta los menos creyentes sentimos el rastro de Dios en la iglesia. Una iglesia que huele más a sopa que a incienso, porque está abierta día y noche para mendigos, emigrantes y necesitados. Todos pueden dormir en el templo y a todos les da desayuno y cena el Padre Ángel. Esta iglesia en el corazón de Madrid es “una isla de misericordia, una casa de acogida, un hospital de campaña –decía el Papa Francisco-“. El recinto tiene trazos de Visconti y Almodóvar. Exquisito y popular.

 

Sofía estaba allí con nosotros sentada junto a muchos compañeros del arte, la cultura y la política. Creo que en el silencio del corazón sus amigos, ante una ceremonia tan hermosa, pensaban lo mismo que aquel escritor querido: “Yo no sé si Dios existe, pero si existe, sé que no le va a molestar mi duda”. Así escuchamos con veneración a sus queridos Mozart, Bach, Perosi, Schubert, Albinoni. Sofía sonrió al oír al Padre Lezama cantar el “Aita Gurea” de Aita Medina y “Autxo Polita”. “Sofía tiene más apellidos vascos que tú” – afirmó su esposo, fuera del protocolo de la misa-. “El pabellón vasco ha quedado muy alto –me dijo entre lágrimas, Enrique Barón, su marido-”.

 

Las misceláneas “in memoria” suelen tener un tono de alabanza gratuita, un poco de fingimiento de “era tan buena, era la mejor, era…”. El Padre Ángel cambió el era por es. “Hablo en presente –dijo en la homilía- porque ella siempre estará junto a todos nosotros (…) No nos llevamos nada al otro lado. Como mucho el recuerdo de aquellos seres queridos y el respeto de otros. ¿Sabéis que nos llevamos?: Nos llevamos tan sólo en nuestras pobres manos todo aquello que hayamos hecho por los demás (…) Los que creemos, y también los agnósticos, que a veces creen tanto o mas que nosotros. Sabemos que hay un Cielo, que hay una eternidad para las personas que han sido, sobre todo, buenas”.

 

Al salir de la misa funeral, un amigo, con un cestito con los utensilios de Sofía para pintar, nos fue dando a cada uno un pincel, una paleta, una pequeña brocha. Ya no los va a necesitar porque “ahora Sofía tiene en el Cielo, un gran lienzo para pintar a los santos y a los ángeles”.

 

La vuelta a Bilbao con tantas vivencias me llena de melancolía. Desde el tren el paisaje va pasando como un montón de acuarelas y óleos borrosos por la lluvia. La actualidad política me parece lejana. Veo las otras personas que estaban en los bancos de la iglesia de San Antón –desde el ministro Gabilondo hasta Luis María Ansón, desde Díez Hochleitner a Marina Castaños o Sánchez Asiain- el mundo se había parado por unos momentos. He vivido unas horas asombrosas. Hasta el taxista que me lleva a la estación de Chamartín es un mago que saca llamas de fuego de su cartera y pañuelos rojos de las mangas de su chaqueta. “Actúo en cumpleaños y comuniones”, me dice. Sonrío porque nunca había tenido un Merlín conduciendo un coche para mi.

 

Y, como las causalidades no existen, en el vagón del tren, me encuentro con Jon Juaristi -poeta, ensayista, novelista, traductor-. Tantos años sin vernos, tantas historias sin contarnos. Hablamos de libros, de poemas, de la Edad Media –su especialidad- de tantas cosas. “No me preguntes porqué me convertí al judaísmo”. Me rio con él y le digo, como siempre, que cada uno cree en lo que quiere y nos conocemos hace muchos años. Yahudi Menuhin –judío como Jon- decía que “Existen muchas encarnaciones de Dios, puesto que cada uno de nosotros revela una fracción, una pate ínfima de ellas; cada uno de nosotros pertenece a Dios”. Hablamos de Sofía que era patrona de la Fundación y nos quedamos pensativos. Hay que vivir lo mejor que sepamos –nos decimos- pero vivir a tope. Sigue lloviendo cuando nos acercamos a Bilbao y en el rumor de la cercanía me viene a la memoria uno de los más bellos poemas de Jon Juaristi:

Cuando llegue la hora, no hagas ruido.

La casa bulliciosa

olvidará tu paso al poco de irte

como se olvida un sueño desabrido.

No te valdrá el amor ni la paciente

entrega a su cuidado.

Márchate silenciosa,

suavemente.

Entre sus moradores, alguien crece

para quien defendiste la techumbre,

los muros y los altos ventanales

donde la luz cernida comparece

cada nueva mañana.

Es la costumbre:

Permanecer no entraba en el contrato

y es preciso partir

(de todos modos,

no pensabas quedarte mucho rato).