Un cartel de fiestas sin Mari Jaia

En el bolsillo del hábito Son Valentina llevaba siempre a la Santa. En un programa de fiestas de mano, muy dobladito, guardaba la imagen de Mari Jaia. Y se la llevó a su país hace algunos años, convencida fervorosamente de que ella era la santa de Bilbao. Este año su imaginaria deidad, no está en ningún anuncio festivo, Me pregunto si se ha iniciado un cambio de los símbolos en la villa.

Suena una campana mientras leo el periódico. En una página se anuncia el programa de las próximas fiestas de la Aste Nagusia. Sonrío recordando el Día Grande de hace unos años –no tantos- de Valentina –en la vida religiosa Sor Valentina- quien llegó a Bilbao hace un tiempo en un día de junio. Llovía y echaba en falta el sol de Uruguay. La madre general la trasladó a Bilbao, aunque era novicia, para que conociera un poco de mundo. Era muy ingenua cuando voló por primera vez en el avión. Vio tantas nubes que pensó en la posibilidad de encontrar un angelito sentado en aquel algodón blanco y azul. La maestra de novicias estaba un poco –o más bien un mucho- preocupada porque Valentina adelantaba muy lentamente en su adaptación conventual.

Una mañana de agosto le llamó a su despacho:

-Hermana, he pensado que hoy que es el día grande de Bilbao va a salir a hacer algún recadito y así ve el ambiente. Quiero que traiga unos caramelos de Santiaguito para que se cure la tos de Sor Inés.

Sor Valentina aún sabía muy poco de la villa, fue bajando por Hurtado de Amezaga. Le encantaban todos los puestitos con pulseritas, collares y anillos. Para no caer en la tentación del pensamiento siguió muy erguida hacia adelante. La gente estaba muy contenta y Sor Valentina no había visto nunca una ciudad, tan seria como Bilbao, con semejante jaleo. A la altura de la Plaza Circular en una txozna se asaban unos chorizos que desprendían un olor a gloria y, además, los envolvían en fajitas como las de su pueblo hechas de maíz, aunque aquellos los llamaban talos. Debió de poner tal cara de envidia y con la baba cayendo que un señor gordo que había pedido un talo le dio con el hombro y le dijo:

-Hermana ¿le hace un talo?

– Pues…no sé si me permitirían…

-Ande, tómese unos buenos chorizos que creo le hacen mucha falta y un vaso de txakoli.

– Póngale a la sor un talo – pidió al camarero- y doble de txakoli que está más pálida que la luna.

Valentina comió el talo con los ojos, la nariz y la boca. Aquello era una delicia divina.

– ¡A qué está bueno, eh! Además de rezar hay que comer.

Un churrete de chorizo le manchó el pulcro hábito blanco, lo intentó limpiar.

-Déjelo como está. Hoy a nadie le van a preocupar las manchas y menos de chorizo. ¡Hasta otra, hermana, y a disfrutar!

Sor Valentina siguió deleitándose más despacio con el suculento bocadillo mientras pedía perdón a Dios por la gula que envolvía todo su cuerpo de gozo y por haber aceptado el regalo de un extraño. Eso no se hacía en su país. Qué vergüenza, se santiguaba mentalmente. Dos jóvenes vestidos de blanco con faja roja le dieron palmaditas amistosas en la espalda.

-Que aproveche hermanita –ya ves decía uno a otro- aquí hasta las monjas participan de la fiesta.

Se limpió apurada la grasa que bajaba por la comisura de sus labios y apresuradamente bebió de un trago el txakolí. Le pareció un poco ácido pero rico. Sí, estaba rico.

Sor Valentina enfiló el puente para bajar al Casco Viejo y casi no podía andar de gente. Todos estaban felices con pañuelos al cuello y música. Había sonido de fanfarrias por todos los sitios. En una décima de segundo –sólo un decima- pensó que estaba al borde del infierno con tanta gente desbocada y descocada, pero luego pensó que Dios, en su infinita misericordia, bendecía la alegría. Cuando llegó a la altura del Arriaga, una señorita muy fina le puso un pañuelo al cuello.

-Es regalo del Ayuntamiento –le dijo-.

Sor Valentina sonrío feliz, con lo que a ella le gustaban los colorines y los abalorios…

Sintió que su nariz le llevaba –casi sin darse cuenta- a unas mesas largas en el Arenal. Con los ojos fuera de las orbitas vio y olió unas enormes tortillas de patata que le empezaron a revolver las tripas de gusto. Tenían que estar riquísimas. No sabía ni cómo se vio con un plato, un trozo de jugosa tortilla y un vaso en la mano – ¡Qué, hermana! ¿Le apetece un poco de zurracapote? Asintió con la cabeza sin soltar el plato ni el vaso. Aquello era placer de dioses, ¡Que bebida más rica! Y la tortilla… ¡nunca había comido una tortilla tan jugosa!

Mientras relamía el culo del vaso, se vio ante otra larga mesa con cazuelas de bacalao. Estuvo mirando embelesada el ploz-ploz de la salsa. No se daba cuenta del tiempo que llevaba mirando y sintiendo el nuevo olor gastronómico que entraba por sus papilas gustativas casi degustan el sabor, cuando un señor alto y gordo con pinta de buena gente se le acercó cariñoso.

-Mire sor, hace tiempo que estamos viendo con la atención que está siguiendo el concurso del bacalao al pilpil y estamos en un gran problema. ¿Usted nos puede ayudar?

Sor Valentina meneo la cabeza afirmativamente y luego pensó que era demasiado impulsiva. ¿Qué le iba a pedir aquel señor?

-Verá, hermana, tenemos dos cazuelas de bacalao finalistas y no sabemos cuál de las dos puede ser mejor. ¿Quiere usted probar un trozo de cada una?

Señor- pensó Valentina- ese día era realmente grande, con lo que a ella le gustaba el bacalao desde que llegó a Bilbao. Le dieron una cuchara de palo y probó. Los dos eran muy sabrosos, pero a ella le pareció uno mejor que otro y con el dedo tímidamente señaló el que creía superior.

-El ganador es…

El jurado jaleó a la monja y le puso un champlón redondo hecho con lacitos que le nombraba miembro honorario la Txozna Bety Bai.

– Siéntese un rato con nosotros hermana y tómese unos marianitos o txakoli, lo que quiera.

¡Cómo le gustó eso de Marianito! Ella de haber votado lo habría hecho a ese Don Mariano. Un hombre que parecía respetar la religión y las buenas costumbres. En su honor, aceptó el Marianito que le supo a gloria. Se tomó dos más y pidió disculpas porque le iban a cerrar la pastelería de los caramelos Santiaguito.

-Tranquila hermana. En los puestos de golosinas venden, ya le traigo yo un paquete.

Y al poco se vio con el paquete que el señor no le quiso cobrar y otro marianito en el vaso. Empezó a ver un poco borroso pero el golpe de un tambor a su lado le espabiló al momento. Se levantó, dio las gracias a aquellos maravillosos señores y dijo que tenía que ir a rezar un poco a San Nicolás.

Más de uno se sonrió por lo bajines al ver como intentaba la pobre Sor Valentina mantener el paso digno mientras se dirigía a la iglesia. La oscuridad, el olor a incienso y velas, y la soledad le atrapó dulcemente. De rodillas, pasó a sentada y después se quedó dormida todo lo larga que era en un banco de la iglesia. Se despertó con un sonido de cascabeles, salió asustada de la iglesia y sintió que se encontraba muy bien con un ligero dolor de cabeza. Se le abrió la boca al ver pasar una calesa con caballos adornados con borlas rojas.

-Van a buscar a los toreros al Ercilla, vamos allá.

Sor Valentina no sabía dónde estaba, ni qué era el Ercilla, y ya tendría que ir al convento, pero cuando iba de vuelta por el puente del Arenal se le acercó el gordo que le había invitado a talo y que tocaba el tambor con verdadero entusiasmo.

-Venga hermana, venga con nosotros que vamos de procesión.

A Sor Valentina le pareció una falta de respeto y de educación decir que ella no iba a la procesión, así que se sumó al grupo. Que diferentes las costumbres, pensaba, en mi pueblo van descalzos y llevan cruces al hombro y tocan unos tambores pequeñitos que dan más pena que alegría. Esto es otra cosa. Le dio la sensación de que la santa que iba detrás y se veneraba tenía un aire de loca, pero luego pensó que los santos son locos enamorados de Dios, como ella, que no lo tenía muy claro, pero le habían dicho que estaba enamorada de Dios y que, cuando terminara el noviciado, iba a ser esposa de Dios. Siguió el jolgorio y de pronto se vio a las puertas del Ercilla viendo salir a los toreros – ¡que guapos, Señor! – repeinados y llenos de brillos y que subían a la calesa que le había despertado. La cuadrilla se fue sin darle tiempo a disfrutar de aquel instante sublime. ¡Vamos hermana, que llegamos tarde y tenemos que estar en la plaza antes que los toreros!

Obediente siguió dentro del grupo y un poco cansada se sentó en la última fila de la plaza de toros con todos aquellos jóvenes que rezar, rezar, no rezaron nada. A su lado estaba la santa. Le miraba y hacia el nombre del padre ante su sonrisa un poco bobalicona. De pronto miró el reloj de la plaza y ¡Padre nuestro de la divina gracia! Era la hora de la cena y ya habían pasado todos los rezos del día. Hizo una pequeña genuflexión a la santa que llamaba Mari Jaia – María de la fiesta, le habían dicho que quería decir- y salió despendolada dando vueltas y vueltas para encontrar la puerta.

Cuando llegó al convento –después de perderse cinco veces- la madre portera le miró, le volvió a mirar y no salía de su asombro. Sor Valentina sonrosada como un clavel, con un pañuelo al cuello y un collar de papel, confetis por la toca y la mancha de chorizo en medio del hábito, le sonrió emocionada.

-¡Qué buena gente la de Bilbao! Son tan piadosos que hasta llevan a su virgen a los toros. ¿Han cenado las sores?