El día de la Virgen del Carmen se celebraba en mi casa con verdadero cariño. Quizás el ser de Baracaldo y vivir delante de la capilla de la Virgen del Carmen, nos hizo más fervorosos de la patrona del pueblo. La verdad es que no abundaban los rezos especialmente sino la fiesta. Para mamá era el día del año más importante. Hasta venían txistularis a tomar café y copa –recuerdo a Luis Torre Arejula- y le tocaban un aurresku mientras subían a nuestro primer piso. La verdad es que, aunque yo me llamara Carmen como ella, todo el festejo rondaba el entorno de mi madre. Venían a comer mis tíos y mis primos y era una especie de Navidad en el mes de julio. Al fin, mamá siempre se pasaba en el número de invitados porque a última hora se agregaban inesperados, pero la mesa era grande y el cariño más grande aún. En uno de aquellos 16 de julio, mamá necesitó una ayuda extra. Así, llego a casa Matilde –ya se quedó con nosotros muchos años-, era una mujer fuerte y divertida de Jaén que nos hacía reír a mis hermano y a mí con su forma de hablar. Nunca había salido de su pueblo y todo le sorprendía. Si entraba en una puerta giratoria, al cabo de tres vueltas, gritaba para que le dejaran salir. Un día le mandó mi madre vaciar la lavadora –una lavadora de las de antes- grandota y redonda y encontró a Matilde dando vuelta, con todo su fuerza, a la lavadora sobre la bañera.
– Lo siento, señora -le dijo a mamá- yo prefiero lavar con una tabla, como antes.
– ¡Pero hija! Mamá se asustó viéndole de aquella guisa. Sólo tenías que haber puesto el tubo del desagüe sobre la bañera y se vacía sola.
Y le ayudó a poner la lavadora donde estaba –entonces la teníamos en el cuarto de baño- con el consiguiente inmenso charco de agua por el suelo. Tuvimos muchas anécdotas divertidas con Matilde hasta que se fue “civilizando”.
Pero les hablaba de la fiesta del Carmen cuando llegó Matilde. Mamá preparó tres besugos grandes con gajos de limón en los cortes y ajitos fritos al final. Antes de sentarse en la mesa le recordó a Matilde que no se olvidara, para adornar, poner un ramito de perejil en la boca. Y Matilde lo cumplió. Toda salerosa apareció con el primer besugo en una bandeja y ella con el ramito de perejil en la boca. Pues nada, imagínense la escena.
– Ay, señora, me siento toda violada.
– No, Matilde, se dice violenta.
Matilde volvió a estar violenta cuando recibió otro encargo.
– Fríe estas cuatro pescadillas mordiéndose la cola.
Como el pescado no terminaba de hacerse mamá fue a la cocina y se encontró las seis pescadillas en el suelo en fila mordiéndose la cola. Ella estaba de rodillas con aire preocupado.
– Mire, señora –le dijo- yo las he puesto como usted me ha dicho, pero lo que no sé es cómo meterlas en la sartén.
Otro día cuando fue a la compra le dijo mamá que trajera almendras para hacer mantecados.
– ¿Usted qué me pidió: almendras o avellanas? -le preguntó a mamá.
– Almendras, Matilde, almendras.
– Pues miré, yo le he traído maní.
Hubo muchas más historias con Matilde. Se marchó de casa después de años porque uno de sus hijos se hizo sacerdote y otra monja y tuvo que cuidar a su madre. Me imagino que los hijos desconocerían esta faceta de su madre. Con el tiempo volvió para enseñarnos las fotos de su hijo con sotana y la joven con hábito carmelita.
La semana pasada comentaba esta anécdota con mi amiga Carolina frente a un vino blanco frío. Carolina se reía mientras encendía un cigarrillo.
– ¿Te molesta? –me preguntó.
– Nada.
– Pues, yo también tengo mi pequeña historia. Verás empiezo a estar harta de que la gente continuamente me diga que deje de fumar. He fumado siempre embarazada o no y mis hijos han nacido normales. Me canso de tantas prohibiciones. Hace poco me decía un señor muy ecologista, que había unos cursillos maravillosos para abandonar definitivamente el tabaco.
– Pero es que yo no quiero abandonarlo. Yo fumo por fidelidad.
– ¿Fidelidad, a quién?
– A Luky. No sabe usted la compañía que me ha hecho Luky a lo largo de mi vida. Mi marido marino y yo, sola. ¿Quién me acompañó en mi primer embarazo? Luky. Y en el segundo y en el tercero y así en todos. ¿Quién me quitaba las lágrimas cuando estaba a punto de no aguantar la soledad? Luky, ¿Quién me ayudaba a disfrutar el final de un desayuno con el pecho fuera dando de mamar? Luky. Sin Luky, mi vida hubiera sido distinta. ¿Dejar a Luky? Nunca. Mi fidelidad será eterna. A Luky le debo parte de mi serenidad.
– Dar consejos parece un karma de sabiduría –le respondo riendo.
– ¿Karma? Cada cual tiene su mundo y lo mejor es dejarlo como está.
– Mi karma son los perfumes. Me vuelven loca. Se lo contaba a mi hermano riendo, acordándome de Matilde.
Aquel día del ramito de perejil, mi abuela Victoria dijo muy bajito:
– Matilde, eres un primor.
La abuela lo expresó con ternura, mientras sus ojos se llenaban de lágrimas por no poder mantener la risa. Y desde aquel día se me quedó dentro la palabra primor. Y un día, paseando con mi hermano Pablo –que no conoció a Matilde porque aún no había nacido- vi una tienda de colores que se llamaba igual.
-¿Puedo entrar?–le pregunté.
-Te espero fuera.
Y Pablo esperó más de diez minutos a que yo recorriera sólo un trocito de aquel mundo mágico. Desde entonces, cuando voy a Málaga, quiero que mi hermano me lleve al palacio de las aromas. Ya no me espera, se marcha y cuando cree prudente me hace un gesto desde fuera para que sepa que existe. Siempre salgo con bolsas llenas de colonia de naranja, de jengibre o de iris, polvos de nácar, brochas, que al final no sé para qué son pero me gustan, neceseres de flores y lacas que posiblemente nunca usaré ni en Carnaval, aunque a mí me parecen fascinantes.
Esta mañana, ayer fue el día del Carmen, el cartero me ha traído un paquete certificado. Emocionada, casi ni le he dicho adiós cuando he firmado en esa especie de ordenador donde uno no reconoce su letra. En el remite veo la letra de Pablo. Quito despacio la cuerda y los papeles y me encuentro una tarjetita pegada a una cajita del perfume que más me gusta:
– Felicidades, hermana –dice- eres un primor, pero me encantaría verte con un ramito de perejil en la boca.