He meditado profundamente en los avatares que nos regala la historia. Usted sabe, como yo, que Franco era un dictador. Su mentalidad fascista, consiguió contaminar a la corona española. Como él era el dueño del cielo y de la tierra y todo lo creado, decidió que un digno sucesor de su brillante ideología (recuerde a Hitler y Mussolini, para no olvidar su patriotismo) sería un rey.
Pero no un rey cualquiera, tenía que ser el rey que él – dueño del país- eligiera. Por orden sucesoria de la corona, el rey –quiero decir en línea directa- era Don Juan de Borbón, pero a Franco no le gustaba ese señor- “demasiado inteligente” pensó-, necesitaba un rey manejable como la plastilina.
Y encontró a un chavalito rubito y con sonrisa bobalicona, que podía servir bastante bien a sus deseos. La verdad es que, al dictador, su esposa Sofía le parecía un poco mandona, como su madre, la reina Federica, pero ese tema ya lo arreglaría. Pero…
Había más peros. El sucesor legal de la dinastía Borbón era Don Juan, pero -como Franco era Franco y después de él, sólo Dios- se cargó al padre y eligió como su sucesor al hijo. Dicho sea de paso, el hijo, Juan Calos I, tuvo unas enormes tragaderas para suplantar a su padre y, además (siempre hay unos cuantos, además), el padre estuvo obligado a jurar lealtad a su hijo, en una ceremonia que me produce sarpullido en la piel.
El nuevo monarca, ejerció de jefe de estado interino, pegado continuamente al generalísimo y vestido como él, para que nadie olvidara su condición militar.
Esto es historia, quién la lea de otra forma, es que no sabe leer.
Segundo acto. Franco muere el 19 de noviembre, pero por razones políticas, se eligió que falleciera el día 20, para que coincidiera con la muerte de José Antonio Primo de Rivera, fundador de la Falange. Como un milagro de las casualidades del azar.
Tercer acto. Como se dice en las películas reales: El rey ha muerto. ¡Viva el rey! Así, nada más ocurrir el óbito, el himno nacional y todos los ministros de Franco, aclamaron al nuevo rey, el 22 de noviembre. Ese día, hasta Arias Navarro dejó de llorar para poder decir: “españoles, ¡viva el rey!”.
Acto cuarto. El nuevo rey, que había cometido contra su padre alta traición, fue considerado como el rey de la transición (Si usted leyera despacio pasajes de esa llamada transición, se encontraría muchos huecos en blanco que difícilmente llenó este rey, catalogado de campechano, conquistador y gran político)
Acto quinto. El nuevo rey –sigo hablando de abuelo de Felipe- se encuentra con grandes problemas de conciencia, porque Franco, el Franco que él recordaba de su juventud, se está moviendo de una forma exagerada en su tumba.
Dada la situación -y la inquietud que embarga al pueblo español, sobre el solemne enterramiento que tuvo lugar en el Valle de los Caídos- el monumento peligra por la movilidad del antiguo dictador. Un dictador que, como los faraones, se hizo el gran valle para sí mismo. Los faraones, como eran faraones, eran enterrados en un valle que se llama de los reyes. Franco, más ecuánime, eligió Caídos (tenga en cuenta que cayeron muchos en la guerra, y así quedaba un poco mejor el nombre) El dictador mandó que lo construyeran -en Egipto lo hicieron los esclavos- los prisioneros de guerra. No creo que entonces, como también hacían los egipcios, les mandó matar después de terminado el mausoleo, simplemente los volvió a meter en la cárcel para que no vieran semejante catafalco. Fue una gracia.
Pero… La historia, otra nueva historia, dice que un dictador no puede ser venerado como un santo -por poner Santiago que era muy español, con peregrinación y todo, botafumeiro- y menos ofrecerle sacrificas humanos. Por un tris, este suceso no llegó a feliz término. En su honor, un ultra al grito de ¡Viva España! intentó asesinar al pobre presidente actual.
El caso es que, a día de hoy, la obra de teatro -real como la vida misma- no tiene final. Si se entierra, como quiere la familia, en la Almudena, la iglesia se va a convertir, como la catedral de Santiago, en lugar de peregrinación.
Y, ahora, pienso. ¿No sería mejor que le hicieran un sitito los borbones –los ilegales quiero decir- y ponerlo en una urnita como que no quiere la cosa?
Sería un justo agradecimiento a los servicios prestados de Franco a Juan Carlos.
Ya, ya, ya… Eso no- dirán. Pues no veo muchas soluciones más, a no ser que lo lancen al mar desde El Ferrol del Caudillo –hasta tenía un pueblo con su nombre en vida- envuelto en una bandera, dos o tres, para que no se hunda en el reino de Poseidón.
Esta solución, casi salomónica, tiene otro gran problema, ¿si los restos llegan flotando hasta las costas de Vizcaya?
No sé. Mejor quemarlo en un barco, como al rey Arturo. Por cierto, el Saltillo era el barco de Don Juan. Mire usted ¿si lo piden para esta ceremonia náutica? Terrible. Pero algo habrá que pensar.