Adiós, amor

Mientras el café entraba deliciosamente por mi garganta, Ángel, un hombre al que no había visto nunca, introducía suavemente y con amor infinito, una pajita en los labios de su mujer Mari José. No temblaba al sostener el vaso en las manos.

-Cariño, no temas -le decía-, al principio te parecerá amargo, pero…

Y su mujer le miraba y afirmaba con un gesto de agradecimiento y paz.

Después el silencio.

Ángel cerró los ojos de la mujer que más había querido en su vida.

-Ya todo ha terminado, amor.

La besó y llamó a la policía.

 

Son las 8 de la mañana he sentido vergüenza al mirar la TV.  No he podido terminar el café y las dos tostadas que me esperaban en el plato. No sabía qué hacer. Quizás arrodillarme, pero, como si mi cuerpo se quedara rígido, como el de aquella mujer que me había mirado hacía tres segundos, no he podido moverme. Creo, ya no sé, que he llorado, he llorado por ver en directo el amor.

Aquel hombre que acababa de conocer, en el momento más difícil de su vida, se había dejado llevar por el corazón. En la portada de un disco de Bob Marley que tengo cerca de mi mesa de trabajo, hay una frase que más de una vez me ha servido: “No sabes lo fuerte que eres hasta que ser fuerte es la única opción que tienes”.

Habían pasado muchos años en la eterna duda de la legalidad, pero la legalidad es neutra, fría, ambigua. La legalidad no siempre sabe de amor y ternura. En su memoria, aún quedaban los primeros años de amor, las noches brillantes, la voluptuosidad de las caricias, los sofocos enamorados, la pasión sin cálculo, la felicidad temblorosa de un matrimonio dichoso. Y ahora, en una ahora de muchos años, las noches oscuras del dolor y sufrimiento habían llenado los ojos de los amantes de pena. Siempre es más triste ver sufrir a quien amas que sufrir por ti mismo. Y allí, como un eterno fantasma, estaba la legalidad.

El amor no sabe de trabas, el amor no sabe de prohibiciones, el amor es un potro desbocado que no sabe donde va, sólo quiere el bien de la amada, Y, Ángel, pensaba cada noche, mientras cogía los dedos de su mujer, unos dedos que ni siquiera podían apretarle. Meditaba. La oía de noche y de día en un continúo quejido de dolor. Se sentía impotente, cruel, como un verdugo que no acaba de cortar el cuello tembloroso de su víctima, y alarga la espera sobre el madero de la decapitación, aunque sabe que va a morir. No, se decía, yo no soy un verdugo, soy un enamorado. Tengo que ser valiente, ser valiente, aunque lo pierda todo. Qué más puedo perder. Sus ojos veían la miraba cada día y la seguía viendo en la noche sus ojos. Eran unos ojos que se clavaban en su sus ojos como suplicas ardientes.

La oía con el pensamiento: ámame y no me dejes seguir a tu lado.

Y no podía dormir. El tiempo no tenía relojes capaces de contener tantas horas, tantos minutos y tantos calendarios de dolor. Dios debía de estar de vacaciones, no le escuchaba. Había una sola palabra que le ataba las manos: Legalidad. Pero el amor era otra cosa, era capaz de morir de amor para sentirse vivo, pero su mujer no podía. Era él, muerto de amor en vida, quien debía regalarle la muerte y decirle: Te amo con locura, ya no regreses.

La legalidad.

Antes había que amar eternamente sin amarse, porque no existía el divorcio.

Antes había que continuar el embarazo de un niño que no tenía cerebro, porque no existía el aborto.

Antes había que tener hijos sin deseo, porque no existían los anticonceptivos.

Antes…

Y Ángel seguía mirando a su mujer. A José Luis Sampedro le dijeron que esperase, la eutanasia iba a llegar. Han pasado veinte años y aún no ha llegado su aprobación. El marido de Maribel, en Portugalete, aunque pidió miles de veces la aprobación, la ley no llego. Maribel ha muerto sin saber ya que moría, pero, cuando era consciente de lo que iba a ocurrir, le pido a su marido una muerte digna.

La legalidad.

Ángel ya no iba a esperar más. Miraba a su mujer y hubiera querido ser ciego para no ver sus ojos de súplica. Vivir así, no. Vivir es un derecho, no una obligación. No sabemos cómo consiguió el antídoto a la vida, pero fue la más apasionada de sus búsquedas de amor. Y quiso que ese momento quedará para siempre en un video. La muerte de su mujer tenía que servir de ayuda a muchos sufrientes a los que, la dichosa legalidad, les ataba las manos. Ignoramos qué pasó cuando el video dejó de grabar, ignoramos los besos que dio a su amada antes de marcar el teléfono de la policía que le iba a llevar a la cárcel. “Ama hasta que te duela- dijo Teresa de Calcuta- porque si te produce dolor, es buena señal”.

Siento que María José ha llegado al más allá volando como una gaviota. Hoy seguiré sentada frente al ordenador hasta que no me queden lágrimas dentro, y mi cuerpo recupere la dulce levedad de volar sin peso, como una gaviota que pasa delante de la terraza con cadencia de seguridad. Pero las gaviotas, cuando el viento sopla con esa furia que llega a mi casa, como si viviera en un barco, se tambalean, pierden el equilibrio y no pueden continuar con elegancia. Detenerse, en medio de un vuelo, es para una gaviota vergüenza y deshonor, pero Juan Salvador Gaviota, sin vergüenza, extendió otra vez las alas. Ángel tampoco se detuvo. María José -pensará- estoy solo de nuevo contigo, no tengo miedo a nada, mis límites no tienen límite y, el Dios de las gaviotas, mi Dios y tu Dios me dice que para volar a cualquier lugar tan rápido como el pensamiento, debes comenzar sabiendo que ya has llegado.

Y, con la paz de un enamorado, adelantó las manos, para que le pusieran las esposas.