Konpartitu

Me invitaron a un concierto fascinante. Cristina López era una catalana que cantaba flamenco, como si las notas salieran de la garganta de un ruiseñor. Un ruiseñor que se ha perdido en una ciudad añorando el bosque. Ni en Triana o el Sacromonte había oído un quejido tan bello que llegaba del más allá. Alfonso Aroca le acompañaba al piano. No le acompañaba, se escapaba de la sala donde estábamos reunidos y convirtió el piano en una guitarra desgarrada. Sonaba a ratos a flamenco, no era flamenco; a jazz, no era jazz; a zortziko, no era zortziko; a… no sé calificarlo. El piano de Alfonso Aroca recorría los vestigios del andaluzí, se escondía en la Alhambra, cruzaba los fandangos de Huelva, las alegrías de Cádiz, la elegancia de los tangos de Sevilla hasta los tangos de Lérida, pasando por el País Vasco. La txalaparta convertida en teclas, la guitarra de Paco de Lucía y el sonido ronco de Camarón de la Isla junto a Enrique Morante y las bulerías de Rancapino. Un Lole y Manuel de color, un grove de marimba resucitado. Nunca había estado en un concierto semejante, en un Bilbao que anochecía sin disfrutar esos sonidos mágicos que subían y bajaban como un piano embrujado. Alguien dijo que Alfonso Aroca era famoso, con muchos premios internacionales, que había transformado el piano, la música clásica y el cante jondo. Me sentía sumergida en un vaivén de sensaciones, que iban de Nueva Orleans al aquelarre misterioso de guitarras de bailes gitanos alrededor de una fogata. Casi todo el tiempo tuve los ojos cerrados, intentando retener la belleza de aquel...